Hemos caminado juntos y libres
Si tuviera que quedarme con un recuerdo de la bienvenida al Papa, elegiría los rostros de quienes decidieron salir a la calle para saludarle en sus recorridos en papamóvil. Tuve el privilegio de viajar en el coche que lo precedía, y desde ese puesto de observación perfecto (podía mirar casi sin ser visto, pues todo el mundo tenía los ojos fijos en el Papa), era impresionante ver la alegría y el cariño hacia un señor alemán de 84 años vestido de blanco.
Contaba el cardenal Rouco que los tres pasajeros del papamóvil (el Papa, su secretario y el propio cardenal) se emocionaron ese día hasta las lágrimas. No es para menos: también en mi coche se palpaba la emoción, y eso que los viajeros (dos diplomáticos, un general de la Guardia Civil y el responsable vaticano de los viajes del Papa) estaban bien curtidos en estas lides. Mirar por la ventana era conmovedor. ¡Qué maravilla de gente!
Gracias a los intensos preparativos y a los ensayos previos de todos los recorridos, sabíamos cada movimiento, cada lugar de aparcamiento y cada paso que había que dar, y por eso podíamos estar pendientes de la gente. Entendimos bien por qué a la caravana del Papa le llaman el «Rolls-Royce de las caravanas de jefes de Estado»: ninguna requiere tanta preparación pero tampoco ninguna es tan bien «pagadora».
Rostros de todas las edades (los jóvenes esperaban en Cibeles), enfermos y sanos, sorprendidos o expectantes, silenciosos o gritones, frescos o agotados, con ropa pija o con el uniforme cualquier cosa, pero todos felices de dar la bienvenida a una persona que no han saludado nunca, pero la consideran de la familia. El Papa – éste, el anterior y el que vendrá – es sin duda la persona más querida de la tierra.