Día cuarto
El Espíritu Santo
descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra (Lc 1, 35)
Su vocación encierra una llamada a encontrar al Señor en las tareas del hogar de Nazareth
Su vocación encierra una llamada a encontrar al Señor en las tareas del hogar de Nazareth
La vocación de María
Cuando llegó la plenitud de los tiempos fue enviado el Ángel
Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazareth.[1] Se dirige a quien más
amaba en la tierra y lo hace a través de un mensajero excepcional: No temas,
María, porque has hallado gracia delante de Dios...[2], le dice Gabriel.
La
Virgen, como fruto de su meditación, conocía bien la Escritura y los pasajes
que hacían referencia al Mesías, y le eran familiares las diversas formas
empleadas para designarle. En un momento, por una particular gracia, le fue
revelado a Nuestra Señora que iba a ser Madre del Mesías, del Redentor anunciado
por los Profetas. Ella iba a ser aquella Virgen de la que habla Isaías[3], que concebiría y daría a
luz al Enmanuel, al Dios con nosotros.
La
respuesta de María es una reafirmación de la entrega a la voluntad divina: He
aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.[4] "Puede decirse que
este consentimiento suyo para la maternidad es sobre todo fruto de la donación
total a Dios en la virginidad (...). Y toda su participación materna en la vida
de Jesucristo, su Hijo, la vivió hasta el final de acuerdo con su vocación a la
virginidad"[5],
que por moción del Espíritu Santo había consagrado al Señor.
San
Bernardo expresa admirablemente la espera de la humanidad ante la respuesta de
María: "Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que
no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel
aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió.
También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia,
esperamos, Señora, esta palabra de misericordia.
Se pone
entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados si
consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de
eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser
llamados de nuevo a la vida.
Esto te
suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su
miserable posteridad. Esto Abrahán, esto David, con todos los santos
antecesores tuyos, que están detenidos en la región de la sombra de la muerte;
esto mismo te pide el mundo todo, postrado a tus pies.
Y no
sin motivo aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el
consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los
condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu
linaje.
Da
pronto tu respuesta. Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por
medio del ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia
tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la
Palabra eterna.
¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí y recibe. Que
tu humildad se revista de audacia, y tu modestia de confianza. De ningún modo
conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En este
asunto no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la
modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras.
Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al
consentimiento, las castas entrañas al Creador. Mira que el deseado de todas
las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará
adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate,
corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción abre por el
consentimiento.Aquí está —dice la Virgen— la esclava del Señor; hágase en
mi según tu palabra.[6]
Desde
el momento en que Nuestra Señora dio su consentimiento, el Hijo de Dios, la
Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, tomó carne en sus entrañas purísimas.
Y esto es lo más admirable y asombroso que ha ocurrido desde la Creación del
mundo. María comprendió su vocación, los planes de Dios sobre Ella. Ahora sabía
el motivo de tantas gracias del Señor, por qué había sido siempre tan sensible
a las inspiraciones del Espíritu Santo, la razón de sus cualidades. "Todos
los menudos sucesos que constituyen la urdimbre de la existencia, a la vez que
la existencia misma en su totalidad, cobraron un relieve desusado, y al conjuro
de las palabras del Ángel todo tuvo una explicación absoluta, más que
metafísica, sobrenatural. Fue como si, de pronto, se hubiese colocado en el
centro del universo, más allá del tiempo y del espacio" .[7] Y Ella, una adolescente,
no titubea ante la grandeza inconmensurable de ser la Madre de Dios, porque es
humilde y confía en su Dios, al que se ha dado sin reservas. La Virgen Santa
María es "Maestra de entrega sin límites (...). Pídele a esta Madre buena
que en tu alma cobre fuerza fuerza de amor y de liberación su respuesta de
generosidad ejemplar: "ecce ancilla Domini!" he aquí la esclava del
Señor".[8]
Señor, cuenta conmigo para lo que quieras. No quiero poner límite alguno a tu
gracia, a lo que me vas pidiendo cada día, cada año. Nunca dejas de pedir,
nunca dejas de dar. Como rezaba San Agustín: "Señor dame fuerza para lo
que me pides y pídeme lo que quieras".
Hay un
relato que habla de la belleza del trabajo humano. Es La historia de un pintor
japonés. Un rico comerciante encargó a un pintor famoso que le pintara un
cuadro de un tigre y que fuera un tigre verdaderamente real. Pasaba el tiempo y
no había noticias del cuadro. Tan impaciente estaba ya el hombre que ya no pudo
aguantar más y fue a visitar al artista. El pintor le rogó que tuviera la
cortesía de esperar un poco, porque se lo iba a hacer en un momento. Y en
efecto, trazó magistralmente la bella estampa de un tigre saltando sobre una
presa con prodigiosa agilidad...
-¡Una obra maestra y realizada en tan escaso tiempo, es asombroso! ¿Y cuál es su precio?
El artista solicitó una suma cuantiosa. El comerciante, por su parte, estaba perplejo y muy indignado.
-¿Tanto tiempo esperando y tanto dinero por un rato de trabajo?
-¡Una obra maestra y realizada en tan escaso tiempo, es asombroso! ¿Y cuál es su precio?
El artista solicitó una suma cuantiosa. El comerciante, por su parte, estaba perplejo y muy indignado.
-¿Tanto tiempo esperando y tanto dinero por un rato de trabajo?
Como única respuesta aquel pintor le pasó al gabinete y le mostró docenas de bocetos de tigres en todas las posturas, tamaños y colores imaginables. Con una sonrisa le explicó:
-Durante largos meses he trabajado día y noche en estos diseños para identificarme con la naturaleza del tigre y alcanzar así la destreza necesaria para pintarlo en cualquier actitud en pocos minutos. Ahora, pues, he de recibir el precio de mis largos ensayos.
Con la
luz recibida Santa María entendió la grandeza de santificar la vida ordinaria. Algo
más extraordinario que la obra del pintor japonés que se quedaba sólo en buscar
la perfección humana de su trabajo. El Señor tiene derecho a pedirnos la
perfección en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes
ordinarios porque nos ha enseñado con su ejemplo y el de su Madre la grandeza
de toda tarea humana y el motor para santificarla: el amor a Dios y a los demás
por Dios.
En la vida ordinaria del trabajo
de Nazareth
En
Nazaret todos conocen a Jesús. Le conocen por su oficio y por la familia a la
que pertenece, como a todo el mundo: es el artesano, el hijo de María. Como
ocurre a tantos en la vida, el Señor siguió el oficio de quien hizo de padre
suyo en la tierra. Por eso también le llaman el hijo del artesano[9]; tuvo la profesión de
José, que ya habría muerto, quizá hacía años. Su familia fue una más entre las
del vecindario, querida y apreciada por todos. "El mismo Verbo encarnado
quiso hacerse partícipe de esta humana solidaridad. Tomó parte en las bodas de
Caná, se invitó a casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores. Reveló el
amor del Padre y la excelsa vocación del hombre, echando mano de las realidades
más vulgares de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de
la existencia más corriente. Santificó las relaciones humanas, sobre todo las
relaciones familiares, de las que brotan las relaciones sociales, siendo
voluntariamente un súbdito más de las leyes de su patria. Llevó una vida
idéntica a la de cualquier obrero de su tiempo y región"[10].
Iniciada
la vida pública, Jesús vuelve a Nazaret, se aloja en casa de su Madre, y visita
a otros parientes conocidos... Y llegado el sábado se puso a enseñar en la
sinagoga. Las gentes de su ciudad quedaron sorprendidas. Uno que les ha
construido muebles y aperos de labranza, que se los ha arreglado cuando se
estropeaban, les habla con suma autoridad y sabiduría, como nadie lo había
hecho hasta entonces. Sólo ven en Él lo humano, lo que habían observado durante
treinta años: la normalidad más completa. Les cuesta trabajo descubrir al
Mesías detrás de esa "normalidad".
También
la ocupación de la Virgen fue la de cualquier ama de casa de su tiempo, con su
forma peculiar de hablar, propia de las mujeres galileas, con el modo de vestir
sencillo y común de aquella región. Todo igual a las demás mujeres..., menos,
claro está, su amor a Dios, que jamás podrá ser igualado.
El
taller de José, que luego heredaría Jesús, era como los otros existentes en
aquellos tiempos en Palestina. Quizá era el único de Nazaret. Olía a madera y a
limpio. José cobraba lo habitual; quizá daba más facilidades a quien estaba con
apuros económicos, pero cobraba lo justo. Los trabajos que se realizaban en aquel
pequeño taller eran los propios de ese oficio, en el que se hacía un poco de
todo: construir una viga, fabricar un armario sencillo, arreglar una mesa
desajustada, pasarle la garlopa a una puerta que no encajaba bien.
La santificación del trabajo ordinario
La santificación del trabajo ordinario
Con
Santa María recordamos el valor del trabajo ordinario. La mujer y el hombre han sido creados ut operaretur et
custodiret illum,[11] para que trabajaran y
cuidaran la tierra encaminándola a su acabamiento y haciendo brillar las perfecciones
de Dios en el mundo. Allí encuentran también su propia perfección y se acercan
más a Dios. El trabajo es un gran bien de la persona humana, no un castigo. La
obligación de trabajar no ha surgido como una secuela del pecado original, ni
se reduce a un hallazgo de los tiempos modernos. Se trata de un medio necesario
para que nos ganemos el sustento y recojamos frutos para la vida eterna[12]: el hombre nace para trabajar,
como las aves para volar.[13]
La
extrañeza de los vecinos de Nazaret -¿no es éste el artesano...? el hijo de María-
es para nosotros una luminosa enseñanza: nos revela que la mayor parte de la
vida del Redentor fue de trabajo, como la de los demás hombres. Y esta tarea
realizada día a día fue instrumento de redención, como todas las acciones de
Cristo. Siendo una tarea humana sencilla (la propia de un carpintero que en un
pueblo pequeño debía hacer otras muchas labores) se convierte en acciones de
valor infinito y redentor por estar realizadas por el Hijo de Dios hecho hombre. Después de Jesús, en la vida de
María -la primera cristiana- brilla con inusitada claridad la grandeza del
trabajo ordinario santificado.
"Recuerdo-
nos dice San Josemaría- la temporada de
mi estancia en Burgos, durante esa misma época (la guerra civil española). Allí
acudían tantos, a pasar unos días conmigo, en los períodos de permiso, aparte
de los que permanecían destacados en los cuarteles de la zona. Como vivienda
compartía, con unos pocos hijos míos, la misma habitación de un destartalado
hotel y, careciendo aun de lo más imprescindible, nos organizábamos de modo que
a los que venían -¡eran cientos!- no les faltara lo necesario para descansar y
reponer fuerzas.
Tenía la costumbre
de salir de paseo por la orilla del Arlanzón, mientras conversaba con ellos,
mientras oía sus confidencias, mientras trataba de orientarles con el consejo
oportuno que les confirmara o les abriera horizontes nuevos de vida interior; y
siempre, con la ayuda de Dios, les animaba, les estimulaba, les encendía en su
conducta de cristianos. A veces, nuestras caminatas llegaban al monasterio de
las Huelgas, y en otras ocasiones nos escapábamos a la Catedral.
Me gustaba subir a
una torre, para que contemplaran de cerca la crestería, un auténtico encaje de
piedra, fruto de una labor paciente, costosa. En esas charlas les hacía notar
que aquella maravilla no se veía desde abajo. Y, para materializar lo que con
repetida frecuencia les había explicado, les comentaba: ¡esto es el trabajo de
Dios, la obra de Dios!: acabar la tarea personal con perfección, con belleza,
con el primor de estas delicadas blondas de piedra.
Comprendían, ante
esa realidad que entraba por los ojos, que todo eso era oración, un diálogo
hermoso con el Señor. Los que gastaron sus energías en esa tarea, sabían
perfectamente que desde las calles de la ciudad nadie apreciaría su esfuerzo:
era sólo para Dios. ¿Entiendes ahora cómo puede acercar al Señor la vocación
profesional? Haz tú lo mismo que aquellos canteros, y tu trabajo será también
operatio Dei, una labor humana con entrañas y perfiles divinos".[14]
El
cristiano debe buscar la santidad en los
quehaceres humanos rectos. Nuestro trabajo, unido al de Jesús, aunque sea
pequeño a juicio de los hombres y parezca de poca importancia, adquiere un
valor inconmensurable.
El
mismo cansancio que todo trabajo lleva consigo adquiere un nuevo sentido. Lo
que aparecía como castigo es redimido por Cristo y se convierte en
mortificación gratísima a Dios, que sirve para purificar nuestros pecados y salvar
a toda la humanidad. Aquí radica la diferencia profunda entre el trabajo
humanamente bien realizado por un pagano y el de un cristiano que, además de
estar bien acabado, es ofrecido en unión con Cristo.
La
unión con el Señor, buscada en el trabajo diario, reforzará en nosotros el
propósito de hacer todo por amor a Dios y a los demás por Dios. Nuestro
prestigio profesional atraerá a nuestro lado a los mejores colegas y será
abundante la ayuda del Cielo para empujar a otras muchas personas por el camino
de una intensa vida cristiana. De ese modo irán a la par en nuestra vida la
santificación del trabajo y el afán apostólico en nuestra labor profesional,
índice claro de que trabajamos realmente con rectitud de intención.
San
José enseñó a Jesús su oficio. Lo hizo poco a poco, según crecía aquel Niño que
el mismo Dios le había encomendado. Un día le explicó cómo se manejaba la
garlopa; otro, la sierra, la gubia, el formón... Jesús supo pronto distinguir
las clases de maderas y las que debían utilizarse en cada caso; aprendió a
fabricar la cola para ensamblar las juntas, el modo de encajar una cuña para
ajustar dos piezas... Jesús seguía las indicaciones de José sobre el modo de
cuidar los instrumentos, aprendió de él a recoger las virutas después de la
jornada, a dejar las herramientas ordenadas en su sitio.
El
retablo del Santuario de Torreciudad recoge una escena de la vida oculta. Jesús
y José realizan juntos un trabajo artesanal mientras María, junto a ellos,
realiza una tarea doméstica. Tareas ordinarias, realizadas con perfección, por
amor a Dios y a los demás por Dios. Es la mejor manera de vencer, la pereza y
la rutina.
Hace
años, un famoso campeón del mundo de rallyes, asistía a una tertulia con
universitarios en las afueras de Madrid. Uno de aquellos jóvenes le preguntó:
—¿Qué se siente cuando vas a comenzar una carrera y están todos los coches a punto, con el motor en marcha en la línea de salida…?
El campeón le miró con cierta guasa, y respondió:
—Yo tengo la inmensa suerte de ganarme la vida con algo que me apasiona. Pero no te engañes; en el fondo, soy sólo un mecánico especializado. El 90 por ciento de mi trabajo es rutina: oír como suenan los motores, buscar soluciones, apretar tornillos… Gracias a eso, cuando llega el momento de la verdad puedo centrarme en la carrera. A ti te ocurrirá lo mismo: la profesión más absorbente del mundo se compone de un noventa por ciento de rutina y un diez por ciento de emoción.
Empezar una actividad, un proyecto nuevo suele ser emocionante. La rutina acaba imponiéndose poco a poco. Y no es malo, porque la persona humana es animal de costumbres. Y vivimos gracias a ellas. Lo mejor es adoptar la actitud de recomenzar cada día, viviendo en el presente, con la cabeza en el cielo y los pies en el suelo, en la realidad en la que vivimos. Recordad la experiencia de San Josemaría: "«Nunc coepi!» -¡ahora comienzo!: es el grito del alma enamorada que, en cada instante, tanto si ha sido fiel como si le ha faltado generosidad, renueva su deseo de servir -¡de amar!- con lealtad enteriza a nuestro Dios".[15]
—¿Qué se siente cuando vas a comenzar una carrera y están todos los coches a punto, con el motor en marcha en la línea de salida…?
El campeón le miró con cierta guasa, y respondió:
—Yo tengo la inmensa suerte de ganarme la vida con algo que me apasiona. Pero no te engañes; en el fondo, soy sólo un mecánico especializado. El 90 por ciento de mi trabajo es rutina: oír como suenan los motores, buscar soluciones, apretar tornillos… Gracias a eso, cuando llega el momento de la verdad puedo centrarme en la carrera. A ti te ocurrirá lo mismo: la profesión más absorbente del mundo se compone de un noventa por ciento de rutina y un diez por ciento de emoción.
Empezar una actividad, un proyecto nuevo suele ser emocionante. La rutina acaba imponiéndose poco a poco. Y no es malo, porque la persona humana es animal de costumbres. Y vivimos gracias a ellas. Lo mejor es adoptar la actitud de recomenzar cada día, viviendo en el presente, con la cabeza en el cielo y los pies en el suelo, en la realidad en la que vivimos. Recordad la experiencia de San Josemaría: "«Nunc coepi!» -¡ahora comienzo!: es el grito del alma enamorada que, en cada instante, tanto si ha sido fiel como si le ha faltado generosidad, renueva su deseo de servir -¡de amar!- con lealtad enteriza a nuestro Dios".[15]
La vida
de oración, de trabajo y de caridad desbordante de Santa María es un
ejemplo extraordinario de coherencia
cristiana. Esa unidad de vida que contemplaremos asombrados en su Hijo. Esa
coherencia es enseñanza constante de la Iglesia.[16] San Josemaría que, contempló con claridad
divina la llamada universal a santificar el trabajo y las tareas ordinarias del
cristiano explicaba esa coherencia necesaria. "No puede haber una doble
vida, no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: hay una
única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el
alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo
encontramos en las cosas más visibles y materiales”.[17]
Acudamos
hoy a San José y a Santa María para rogarles que nos enseñen a descubrir la
grandeza del trabajo, a trabajar bien y
a amar nuestras tareas ordinarias. Si amamos nuestros quehaceres, los
realizaremos bien, con competencia profesional. Así santificaremos nuestros
trabajos que serán cauce ordinario de nuestra caridad apostólica.
Finalicemos con otra anécdota ilustrativa:
Nos encontramos en Burgos, hace muchos siglos: corre el año 1250 y reina en España el Rey Fernando III, que sería llamado “El Santo” cuando fue canonizado muchos años después.
Tres
canteros trabajan en las obras de la catedral: si todo marcha según el ritmo
previsto, un poco más y se terminarán los dos airosos campanarios previstos a
ambos lados de la fachada principal.
Tres canteros están haciendo un mismo trabajo: cada uno de ellos está
cuadrando un sillar de piedra. Una vez terminado se unirá a otros semejantes y
la torre podrá continuar elevándose.
Pero cada cantero tiene un gesto distinto:
El
primero está con cara de enfado y de cansancio. Cuando nos acercamos casi no
nos mira; protesta por lo bajo con una imprecación ininteligible.
Le preguntamos:
-¿Qué está haciendo?
El cantero para su labor y contesta malhumorado:
-¿Es que no lo ve? ¡Estoy picando piedra!
Pocos metros más allá, el segundo cantero permanece serio.
Al hacerle la misma pregunta, contesta sereno: -Ya lo ve: estoy labrando un sillar.
Por fin llegamos al tercer cantero, que canturrea una canción mientras trabaja con una amplia sonrisa.
Escucha divertido nuestra pregunta y, con los ojos brillantes, responde: -¡Estoy construyendo una catedral!
El cantero para su labor y contesta malhumorado:
-¿Es que no lo ve? ¡Estoy picando piedra!
Pocos metros más allá, el segundo cantero permanece serio.
Al hacerle la misma pregunta, contesta sereno: -Ya lo ve: estoy labrando un sillar.
Por fin llegamos al tercer cantero, que canturrea una canción mientras trabaja con una amplia sonrisa.
Escucha divertido nuestra pregunta y, con los ojos brillantes, responde: -¡Estoy construyendo una catedral!
[1] Lc 1, 30
[2]
Lc 1, 30 - 33
[3]
Is 7, 14
[4]
Lc 1, 38
[5]
Beato Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 39.
[6]
San Bernardo, Homilía 4, 8-9: Opera omnia, edición cisterciense, 4 [1966),
53-54
[7]
F. SUAREZ, La Virgen Nuestra Señora, p. 19
[8]
San Josemaría, Surco, n. 33.
[9]
Cfr. Mt 13, 55
[10] CONC. VAT. II, Const. Gaudium et
spes, 32.
[11]
Gn 2, 15
[12]
cfr. Jn 4, 36
[13]
Jb 5, 7; cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, 57
[14]
San Josemaría, Amigos de Dios, n. 65
[15]
San Josemaría, Surco n. 161
[16]
Los fieles laicos “deben ser formados en aquella unidad con la que está sellado su mismo ser de miembros de la Iglesia
y de ciudadanos de la sociedad humana” Juan Pablo II, Exhort. ap. Christifideles
laici, 59
[17]
San Josemaría, Conversaciones, 114