Una historia de confusión: México y la protección de lo “laico”

Un proyecto de reforma constitucional definirá el Estado mexicano como “laico”, adjetivo que hasta ahora nadie echaba de menos. La propuesta parece nacida de la suspicacia y ha sido recibida con suspicacia similar por los contrarios. La polémica muestra la confusión y la falta de entendimiento reinantes en México acerca de la religión y la vida pública.

Guadalajara (Jalisco). El pasado 11 de febrero la Cámara de Diputados aprobó, casi por unaminidad en los votos y los argumentos, la inclusión de “laica” en la definición de la República que figura en el artículo 40 de la Constitución Mexicana. El proceso de reforma constitucional no ha terminado: hace falta la aprobación de la mayoría del Senado y de las dos terceras partes de las legislaturas de los treinta y dos estados federales.

El texto, de ser aprobado, quedaría como sigue: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica, federal…”

¿Hacía falta esta reforma? ¿Qué la motivó? ¿Acaso es reflejo de un recrudecimiento de las relaciones Iglesia-Estado? La respuesta se encuentra, como siempre, en lo que se entienda por “laico”, su significado y sus alcances. En el caso de México, hay que tomar en cuenta una peculiar “discusión” que nunca llegó a “diálogo”.

¿Reforma redundante o necesaria?

“No hacía falta una reforma así”, dice el Dr. Marcos Francisco del Rosario, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Panamericana. “Es redundante e innecesaria”. Ya el artículo 3 constitucional describe como “laica” la educación que imparta el Estado; ya se reconoce la separación Iglesia-Estado en el artículo 130, y la libertad de creencia y culto en el artículo 24: “El Congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohíban religión alguna.”

¿Era necesario hacer explícito lo que ya se protegía? ¿Acaso México se encontraba en peligro de imponer una religión determinada? ¿Realmente existe un peligro tan inminente, grave y real como para “proteger” al Estado mexicano a través de esta reforma?

Juventivo Castro y Castro, un reconocido jurista mexicano, diputado presidente de la Comisión de Puntos Constitucionales, explicó que en todo el mundo, la laicidad del Estado es “una fórmula eficaz para la convivencia y la pluralidad”. Castro y Castro explica que era importante establecer la laicidad como forma de gobierno, pues se busca, además de garantizar la libertad de creencias y culto, “evitar que las creencias de unos cuantos se hagan dominantes a través de la fuerza del Estado y no de las del convencimiento y la persuasión legítima; […] sin que el Estado sea garante de convicciones [religiosas]” (Reforma, 12 de febrero).

Para muchos políticos, intelectuales y un gran sector de la opinión publica, sí existe en México un peligro de que a través del Estado se impongan convicciones religiosas al resto. Así lo dijo, por ejemplo, el diputado de izquierda Porfirio Muñoz Ledo –en esta ocasión por el Partido del Trabajo–: “Es apenas un paso, una primera respuesta a la insolencia con la que se ha conducido la jerarquía eclesiástica. Esperamos que esta decisión desate el circuito de las reformas constitucionales y que los cambios propuestos al artículo 130, que son equilibrados y moderados, puedan pronto aprobarse”.

¿En qué consiste esa “insolencia”, esa “intromisión” de eclesiásticos en la vida política?

“Fuera de México todo es Cuautitlán”

Aunque la Ciudad de México no agota toda la vida cultural, económica y política de México, lo que sucede en el Distrito Federal tiene una importancia “capital”. “Fuera de México todo es Cuautitlán”, resume el dicho popular cuando quiere expresar que lo relevante en el país sucede en la capital; fuera de ahí, o no tiene importancia, o no ha sucedido, o es despreciable.

Como en todo país, las relaciones Iglesia-Estado pasan por momentos de colaboración y a la vez se ven sujetos a tensiones. México no es la excepción; y el Distrito Federal ha sido el centro de dichas tensiones y desacuerdos que se han discutido y seguido desde todo el país.

Algunos de esos han sido tan desagradables que rayan en lo pintoresco, como la invasión de la catedral, en noviembre de 2007, poco antes de una misa dominical, que protagonizó un grupo de seguidores de Andrés Manuel López Obrador, del PRD, el partido de izquierda que gobierna el Distrito Federal. En aquella ocasión, el Zócalo estaba repleto de manifestantes que protestaban por el resultado oficial de las elecciones de 2006 en las que su candidato fue declarado perdedor por poco más medio punto porcentual de diferencia. En ese contexto, al sentirse “robados” y mientras las campanas de la catedral sonaban llamando a misa, algunos pensaron que se les impedía manifestarse y fueron a reclamar a quienes encontraron dentro de la catedral. No pasó a más, el gobierno perredista del Distrito Federal custodió la catedral durante varios días, y el PRD pidió disculpas al Arzobispado.

Aborto y matrimonio homosexual


El segundo desencuentro reciente entre el Arzobispado de México y el PRD en el Distrito Federal fue la redefinición del aborto en el código penal y su implementación en los hospitales del Distrito Federal. La reforma generó un debate en todos los niveles. Su punto más emblemático fue la resolución de la Suprema Corte de Justicia que declaró válido el procedimiento de reforma, y por tanto, la validez del aborto en el DF (cfr. Aceprensa, 2-09-2008). Al debate se sumaron todos los sectores de la sociedad. De hecho, la Suprema Corte organizó debates públicos donde invitaron a médicos, juristas, sociólogos y líderes sociales a presentar sus puntos de vista, desde diversas disciplinas, sobre el aborto y las reformas del Distrito Federal.

Hubo voces que reclamaban contra la Iglesia por intromisión en asuntos del Estado, y acusaron de usar sus convicciones religiosas como motivo y argumento para presentar las Controversias Constitucionales contra esa reforma, al presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y al Procurador General del República. Pero el debate no se detuvo en la relación Iglesia-Estado, o si una persona podría mostrar o no sus convicciones religiosas en la esfera pública.

En 2009 se escribió un episodio más de esos desencuentros. La Asamblea Legislativa del Distrito Federal modificó la definición de matrimonio ampliándola para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo y la posibilidad de que estas uniones puedan adoptar niños. Al igual que con el aborto, aunque esta ley se refiera sólo al Distrito Federal, el tema fue discutido en todo el país.

El que discrepe no es laico

Pero a diferencia de lo sucedido con el aborto, hasta ahora, da la impresión de que el matrimonio heterosexual sólo se ha defendido por eclesiásticos. Esto se puede deber a dos motivos. Por un lado, aunque se han presentado algunos intentos, la falta de una argumentación coherente y convincente a favor del matrimonio heterosexual que se pueda presentar en la esfera pública. Por el otro, la falta de oportunidades que se le ha dado a esta posición para presentarse razonablemente.

Así, si para los defensores del matrimonio homosexual, sus detractores no tenían motivos razonables para oponerse a él –o no se presentaron o no los quisieron escuchar–, la única explicación de esa actitud se la buscaron en sus convicciones religiosas. De esta forma, si cualquier personaje público se ha opuesto a esos matrimonios, el origen de su postura se atribuyó a sus convicciones religiosas.

Bastaba con señalar que una posición es similar a la doctrina católica, para desacreditarla en la esfera pública. Un político, si se opusiera al matrimonio homosexual, estaría imponiendo sus convicciones religiosas al resto de personas. Y para proteger al Estado contra las intervenciones ilegítimas de los ministros religiosos, por sí mismos o a través de “sus” políticos, habría que reformar el artículo 40 para añadirle el calificativo de “laico” y preparar una legislación para castigar a dichos políticos y clérigos.

Saber argumentar

La propuesta de reforma muestra dos problemas que necesitan una mejor respuesta a la que hasta ahora tenemos.

Primero, la necesidad de articular un discurso más coherente y convincente respecto al matrimonio heterosexual como referente insustituible de la vida familiar en relación a las uniones homosexuales que lo emulan. Ciertamente, el esgrimido reproche de confesionalismo no se sostiene. Si antes, la ley en el Distrito Federal –y todavía en el resto de México–, bajo la Constitución vigente, consideraba el matrimonio como la unión entre varón y mujer, ¿lo hacía por presiones religiosas? Es difícil que así fuera en un país donde, bajo el régimen del PRI, imperó no solo la más estricta separación entre Iglesia y Estado, sino incluso limitaciones a la libertad religiosa.

En realidad, lo que hoy se califica de doctrinas “católicas” en asuntos como el matrimonio homosexual eran hasta hace poco posturas también defendidas por “laicos”, y todavía lo son en buena parte de países que no son de tradición católica (en Asia, África...). Si considerar como matrimonio solo la unión heterosexual era algo perfectamente laico, no se ve por qué pasa a ser religioso solo porque surge una propuesta contraria. Entonces, tan “laico” puede ser defender una u otra postura. Pero esto no resta importancia al reto que se presenta a los defensores del matrimonio heterosexual: buscar mejores fórmulas para su argumento y caminos más eficaces para comunicarlo.

Falta diálogo

Y segundo, que la “discusión” sobre el Estado Laico y las relaciones entre la fe y la vida pública se convierta en “diálogo”. El pensamiento político liberal entiende que su misión es parecida al semáforo: controlar el tráfico de convicciones religiosas cuando éstas actúan en la esfera pública, a pesar de que en ocasiones, como lo reconoce Habermas, “las cargas de la tolerancia […] no están distribuidas simétricamente entre creyentes y no creyentes”, cargándose más contra los creyentes.

Benedicto XVI está convencido en que la fe y la vida pública pueden dialogar, cada una desde su perspectiva. Tanto “[l]a exclusión de la religión del ámbito público, así como, el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad” (Caritas in veritate, n. 56).

La adición de “laico” a la forma de gobierno en México no tendría por qué ser problemática; el modo en que está sucediendo puede degenerar tanto en un laicismo jacobino como en un fundamentalismo sentimentalista-religioso. En México, el recelo entre ambas posturas complica un poco más las cosas.

Todavía queda un trecho que recorrer para presentar, parafraseando a Ratzinger, de manera adecuada y creativa, tanto el tema de la fe y la vida pública como “la hermosura de la familia y del matrimonio, [y] su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona” (Caritas in veritate, n. 44).

Pedro Pallares Yabur
Aceprensa