Domingo 4º de Cuaresma. Lc 15, 1-3. 11-32
La parábola que escuchamos este domingo es la más conmovedora de cuantas salieron de los labios de Cristo. Narra San Lucas (1) cómo cierto día en que se acercaban a Jesús muchos publicanos y pecadores, los fariseos comenzaron a murmurar porque Él los acogía a todos. Entonces el Señor les propuso esta parábola: Un hombre tenía dos hijos, y dijo el más joven al padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde.
Todos somos hijos de Dios y, siendo hijos, somos también herederos (2). La herencia es un conjunto de bienes incalculables y de felicidad sin límites, que sólo en el Cielo alcanzará su plenitud y la seguridad completa. Hasta entonces tenemos la posibilidad de hacer con esa herencia lo mismo que el hijo menor de la parábola: pasados pocos días, el más joven, reuniéndolo todo, partió a una tierra lejana, y allí disipó toda su herencia viviendo disolutamente: "¡Cuántos hombres en el curso de los siglos, cuántos de los de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los rasgos fundamentales de su propia historia personal!" (3). Tenemos la posibilidad de marcharnos lejos de la casa paterna y malbaratar los bienes de modo indigno de nuestra condición de hijos de Dios.
Cuando el hombre peca gravemente, se pierde para Dios, y también para sí mismo, pues el pecado desorienta su camino hacia el Cielo. El mal moral, el pecado, es la mayor tragedia que puede sucederle a la persona humana. Todo se viene abajo. Se aparta radicalmente del principio de vida, que es Dios, por la pérdida de la gracia; pierde los méritos adquiridos a lo largo de toda su vida y se incapacita para adquirir otros nuevos, quedando sujeto de algún modo a la esclavitud del demonio. Por lo que respecta al pecado venial, Juan Pablo II nos recuerda que, aunque no cause la muerte del alma, el hombre que lo comete se detiene y distancia en su caminar cristiano, por lo que no debe ser considerado como algo secundario ni como un pecado de poca importancia (4).
Aquel joven quería vivir su vida, y se fue. Gastó su tiempo entregado a una vida licenciosa, hasta agotar la herencia paterna. Los que decían ser sus amigos le abandonaron, y él, que siempre había vivido cómodamente bajo el atento cuidado de buenos criados, empezó a sentir necesidad. Si había soñado una vida de aventura, lejos de las tediosas ocupaciones de la casa paterna, dedicado a lo que más le placiera, ahora se encontraba apacentando una piara de cerdos, al servicio de un amo implacable que le negaba hasta el alimento.
Acuciado por el hambre, el hijo comenzó a recordar con añoranza que hasta el último jornalero de la casa de su padre encontraba, después de las faenas del campo, el cobijo de una lumbre donde calentarse, pan en abundancia y el cariño de un hogar. Y él estaba solo, con una soledad amarga que le hacía trizas el alma. Pero no se desalentó: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; 19ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”. Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre”. (5)
Debemos estar atentos ante la desesperanza. Ese desaliento, ¿por qué? ¿Por tus miserias? ¿Por tus derrotas, a veces continuas? ¿Por un bache grande, grande, que no esperabas? Sé sencillo. Abre el corazón. Mira que todavía nada se ha perdido. Aún puedes seguir adelante, y con más amor, con más cariño, con más fortaleza. Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Esta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida. Y encontrarás alegría, reciedumbre, optimismo, ¡victoria!(6)
Así comienza también toda conversión, todo arrepentimiento: volviendo en sí, haciendo un parón, reflexionando el hombre y considerando a dónde le ha llevado su mala aventura; haciendo, en definitiva, un examen de conciencia, que abarca desde que salió de la casa paterna hasta la lamentable situación en que ahora se encuentra. "No bastan (...) los análisis sociológicos para traer la justicia y la paz. La raíz del mal está en el interior del hombre. Por eso, el remedio parte también del corazón" (7).
Cuando se justifica el pecado, o se ignora, se hacen imposibles el arrepentimiento y la conversión, que tienen su origen en lo más profundo de la persona. Para hacer examen de la propia vida es necesario ponerse frente a las propias acciones con valentía y sinceridad, sin intentar falsas justificaciones: "Aprended a llamar blanco a lo blanco y negro a lo negro; mal al mal, y bien al bien. Aprended a llamar pecado al pecado" (8).
El joven de la parábola corrió confiado a la casa de su padre. Estaba seguro de que no le desecharía, aunque sus culpas eran grandes. Y no se equivocaba. “Cuando aún estaba lejos, dice la Escritura, lo vio su padre, y enterneciéronseles las entrañas y corriendo a su encuentro, le echó los brazos al cuello y le dio mil besos [9]. Estas son las palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?
Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! [10], Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo.
La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que -por tanto- se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios.
Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso de hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos.(11)
El hijo llega hambriento, sucio y lleno de andrajos. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. El padre corrió... Mientras el arrepentimiento anda con frecuencia lentamente, la misericordia de nuestro Padre corre hacia nosotros en cuanto atisba en la lejanía nuestro más pequeño deseo de volver. Por eso la Confesión está impregnada de alegría y de esperanza. "Es la alegría del perdón de Dios, mediante sus sacerdotes, cuando por desgracia se ha ofendido su infinito amor y arrepentidos se retorna a sus brazos de Padre" (12).
Las palabras de Dios, que ha recuperado a su hijo perdido y envilecido, también desbordan alegría. Pronto, traed la túnica más rica y vestídsela, poned un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies, y traed un becerro bien cebado y matadlo, y comamos y alegrémonos, porque este mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado. Y se pusieron a celebrar la fiesta. La túnica más rica lo constituye en huésped de honor; con el anillo le es devuelto el poder de sellar, la autoridad, todos los derechos; las sandalias le declararon hombre libre. "En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos" (13).
“La vida del cristiano es esto: vestirse y volverse a vestir un traje y otro, cada vez más limpio, cada vez más bello, cada vez más lleno de virtudes que agraden al Señor, lleno de vencimientos, de pequeños sacrificios, de amor. La vida del cristiano está hecha de renuncias y de afirmaciones. La vida del cristiano es comenzar y recomenzar.
La vida mía –imagino que la vuestra también- es vivir la parábola del hijo pródigo, ir cada día al Señor, y contarle: Señor, que no he sabido; Señor, que preferí las bellotas (…) en lugar de la casa del Padre, en lugar del amor de Dios, en lugar de la vida noble , bella, estupenda, maravillosa del cristiano” (14)
Jesús desea inculcar a los que entonces le oían, y a los hombres de todos los tiempos, que nunca es tarde para el arrepentimiento: que nuestro Padre-Dios nos espera en todo momento, siempre pronto a recibirnos con misericordia en cuanto abrimos el corazón con sinceridad en el sacramento de la Penitencia. La vuelta acaba siempre en una fiesta llena de alegría. “Tal es, os digo, la alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia” (15)
1 Lc 15, 1-3; 11-32
2 Rom. 8,17
3 Juan Pablo II, Homilía 16-III-1980
4 JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 17.
5 Lc 15, 18-20
6 San Josemaría Escrivá, Via Crucis, 7ª estación. Punto 2
7 Juan Pablo II, Discurso a UNIV, Roma 11-IV-1979
8 JUAN PABLO II, Hom. Universitarios, Roma 26-III-1981
9 Lc 15, 20
10 Rom 8, 15
11 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64
12 Juan Pablo II, Alocución a peregrinos napolitanos, Roma 24-III-1979
13 San Josemaría, Camino, n. 310
14 San Josemaría, Tertulia, 14.07.1974
15 Lc 15, 10