EL DIA DEL SEÑOR

Estamos en el domingo 5º de Cuaresma. A través de las lecturas de hoy el Señor nos alienta a culminar este tiempo de conversión. En la lectura de Isaías nos anima con las palabras que dirigía a su pueblo: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo... Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo...; para apagar la sed de mi pueblo escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza” (1).

La conversión cuaresmal en un don de Dios. El Señor la desea ardientemente. Nos concede la luz para conocerla y el auxilio divino para realizarla.

Nuestros pecados, errores y equivocaciones, incluso el poco empeño en responder a esta llamada cuaresmal, no son un obstáculo a la misericordia de Dios. Como a la mujer del evangelio, el Señor no nos condena, no nos olvida, nos perdona, sana la enfermedad del corazón, nos ayuda a recuperar la dignidad perdida y nos invita, de su mano, a comenzar una vida nueva. Nos interesa contemplar despacio esta escena.

Habían llevado a Jesús una mujer sorprendida en flagrante adulterio. La pusieron en medio, dice el evangelio (2). La han humillado y abochornado hasta el extremo, sin la menor consideración. Recuerdan al Señor que la Ley imponía para este pecado el severo castigo de la lapidación: ¿Tú qué dices?

Es un nuevo ardid con el que intentan quitarle el favor del pueblo. Si opta por confirmar la sentencia de Moisés, será tildado de duro e inflexible, y muchos de los que acuden a Él en busca de misericordia, se alejarán. Y si responde en contra de lo que ordena la Ley, podrá ser acusado ante el Sanedrín.Pero el Señor, conocedor de los corazones, hace como si se desentendiera. Inclinándose, escribía con el dedo en tierra.

La mujer está aterrada en medio de todos. Y los escribas y fariseos insistían con sus preguntas. Entonces, Jesús se incorporó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra. E inclinándose de nuevo, seguía escribiendo en la tierra.

La rectitud de Cristo, intransigente con el pecado pero misericordioso con el pecador, desarma una vez más a los escribas y fariseos, de modo que se iban marchando uno tras otro, comenzando por los más viejos, y quedó solo Jesús y la mujer, de pie, en medio.

Jesús se incorporó y le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado? Las palabras de Jesús están llenas de ternura y de indulgencia, manifestación del perdón y la misericordia infinita de Dios. Y contestó enseguida: Ninguno, Señor. Y Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más.
Podemos imaginar la enorme alegría de aquella mujer, sus deseos de comenzar de nuevo, su profundo amor a Cristo.

En su alma, manchada por el pecado y por su pública vergüenza, se ha realizado un cambio tan profundo, que sólo podemos entreverlo a la luz de la fe. La mujer se siente curada de la grave enfermedad de su corazón, liberada de su miseria, perdonada su ofensa a Dios y al prójimo. Al mismo tiempo, recupera la gracia divina, su dignidad incomparable de hija de Dios.

En la mirada de Jesús lee el amor infinito de Dios que la ha curado en su corazón, la ha perdonado y ha olvidado por completo sus ofensas. Se cumplen las palabras del profeta Isaías que citábamos al principio.

La mujer recordaría toda su vida aquel encuentro que la transformó por completo y le permitió comenzar una vida nueva. Juan Pablo I contaba una anécdota que recuerda cómo el Señor nos invita a todos a convertirnos y comenzar de nuevo.

«Hace muchos años, una señora desconocida vino a confesarse conmigo. Estaba desalentada, porque decía que había tenido una vida moralmente borrascosa.

“¿Puedo preguntarle —le dije— cuántos años tiene?”. “Treinta y cinco”.

“¡Treinta y cinco! Pero usted puede vivir todavía otros cuarenta o cincuenta años y hacer un montón de cosas buenas. Entonces, arrepentida como está, en vez de pensar en el pasado, piense en el porvenir y renueve, con la ayuda de Dios, su vida”».

Cada día, en todos los rincones del mundo, Jesús, a través de sus ministros los sacerdotes, sigue diciendo: "Yo te absuelvo de tus pecados...", vete y no peques más. Es el mismo Cristo quien perdona. "La fórmula sacramental "Yo te absuelvo...", y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiestan que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios.

Es el momento en el que, en respuesta al penitente, el Señor se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al penitente (...). Dios es siempre el principal ofendido por el pecado -tibi soli peccavi-, y sólo Dios puede perdonar" (3).

Las palabras que pronuncia el sacerdote no son sólo una oración de súplica para pedir a Dios que perdone nuestros pecados, ni una mera certificación de que Dios se ha dignado concedernos su perdón, sino que, en ese mismo instante, causan y comunican verdaderamente el perdón: "en aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por la misericordiosa intervención del Salvador" (4).

Pocas palabras han producido más alegría en el mundo que éstas de la absolución: "Yo te absuelvo de tus pecados...". San Agustín afirma que el prodigio que obran supera a la misma creación del mundo (5). ¿Con qué alegría las recibimos nosotros cuando nos acercamos al sacramento del perdón? ¿Con qué agradecimiento? ¿Cuántas veces hemos dado gracias a Dios por tener tan a mano este sacramento?

Este evangelio nos muestra que perdonar es algo completamente sobrenatural, un don divino. Los hombres no sabemos ser clementes. Solo perdonamos cuando participamos de la vida de Dios por medio de la vocación cristiana, a la que procuramos corresponder en la medida de lo posible.

Hoy nos parece una monstruosidad emprenderla a pedradas con una mujer hasta matarla por un pecado de adulterio. Pero, ¿qué habría que pensar de esos linchamientos a los que puede verse sometida una persona o una institución por medios de comunicación sin escrúpulos? La saña de ciertos fariseos actuales convierte a éstos del tiempo de Jesús en unos pobres diablos. Ellos además tuvieron el decoro de quitarse de en medio cuando fueron situados frente a sus conciencias, lo que hoy no se produce siempre.

Meditemos en la actitud de Jesús en esta escena y aprendamos. Hemos de tomar “la decisión de no entristecernos nunca, si nuestra conducta recta es mal entendida por otros; si el bien que -con la ayuda continua del Señor procuramos realizar, es interpretado torcidamente, atribuyéndonos, a través de un ilícito proceso a las intenciones, designios de mal, conducta dolosa y simuladora. Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio -Iesus autem tacebat [6], Jesús callaba-, si se trata de ataques personales, por brutales e indecorosos que sean. Preocupémonos sólo de hacer buenas obras, que El se encargará de que brillen delante de los hombres [7]”. (8)

(1) Is. 43, 16-21
(2) Jn. 8, 1-11
(3) JUAN PABLO II, Exor. Apost. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, n. 31, III.
(4) Ibidem
(5) Cfr. SAN AGUSTIN, Coment. sobre el Evang. de San Juan, 72.
(6) Mt. 26, 63
(7) Mt. 5, 16
(8) San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa n. 72

Juan Ramón Domínguez