EL DÍA DEL SEÑOR

El primer día de la semana , el día en que resucitó el Señor, el primer día del mundo nuevo, está repleto de acontecimientos: desde la mañana, muy temprano, se suceden las apariciones cuando las mujeres van al sepulcro, hasta la noche.

La experiencia que vivieron los Apóstoles “al anochecer de aquel día, el primero de la semana” (ib.), experiencia que se repitió ocho días después en el mismo Cenáculo, también nosotros la revivimos, de modo misterioso pero real en la Eucaristía de hoy, Cristo renueva su presencia de resucitado y repite su augurio: ¡Paz a vosotros!

“Con este saludo vengo aquí, queridos hermanos y hermanas, en el domingo que tradicionalmente llamamos ‘in albis’, y que concluye la octava de Pascua. Vengo para entrar, en cierto sentido, en el cenáculo. El Cenáculo es la casa en la que nació la Iglesia. Y es, en cierto sentido, el prototipo de la Iglesia en todo lugar y en toda época.

También en la nuestra. Cristo, que fue adonde estaban los Apóstoles la primera tarde después de su resurrección, viene siempre de nuevo a nosotros para repetir continuamente las palabras: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo... Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos...” (Jn 20,21-23)”(1)

La tarde del día de la Resurrección, Tomás no estaba con los demás Apóstoles; no pudo ver al Señor, ni oír sus consoladoras palabras. Quizá tuvo una causa razonable para no estar con los demás en momentos tan importantes; quizá su ausencia fue debida a su modo de ser, impulsivo, quizá individualista. Sea lo que fuere, su conducta anterior pone de manifiesto un carácter obstinado, perfectamente compatible con una gran generosidad: fue Tomás, en efecto, el primero que se mostró dispuesto a morir con Jesús, cuando el Señor quiso ir a Judea para resucitar a Lázaro, aunque ese viaje estuviera lleno de peligros. (2)

Llenos de un profundo gozo, los Apóstoles buscarían a Tomás por Jerusalén aquella misma noche o al día siguiente. En cuanto dieron con él, les faltó tiempo para decirle: ¡Hemos visto al Señor! Pero Tomás, como los demás, estaba profundamente afectado por lo que habían visto sus ojos: jamás olvidaría la Crucifixión y Muerte del Maestro.

No da ningún crédito a lo que los demás le dicen: Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos y mi mano en su costado, no creeré (3).

Las palabras del Apóstol son decididas. Manifiestan claramente que nuestra fe en la resurrección de Cristo no descansa sobre el testimonio de personas fácilmente emocionables, dispuestas a aceptar cualquier afirmación con tal de encontrar un poco de consuelo.

Por eso, los cristianos de todas las épocas estamos muy reconocidos a Tomás, que con su actitud nos ha ofrecido un argumento más para adherirnos con total confianza a la verdad histórica de la resurrección del Señor.

Los que habían compartido con él aquellos tres años y con quienes por tantos lazos estaba unido, le repetirían de mil formas diferentes la misma verdad, que era su alegría y su seguridad: ¡Hemos visto al Señor!

Así hemos de hacer nosotros: para muchos hombres y para muchas mujeres Cristo es como si estuviera muerto, porque apenas significa nada para ellos, casi no cuenta en su vida. Nuestra fe en Cristo resucitado nos impulsa a ir a esas personas, a decirles de mil formas diferentes que Cristo vive, que nos unimos a Él por la fe y lo tratamos cada día, que orienta y da sentido a nuestra vida.

A los ocho días estaban de nuevo sus discípulos y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: La paz sea con vosotros. Después dijo a Tomás: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. (4)

El Señor le dirige estas palabras en tono de reconvención, pero con mucho cariño. Tomás ante la evidencia más plena, cae de rodillas y reconoce sin ambages, no sólo la resurrección física de Jesús, sino su divinidad.

Su respuesta es un acto de fe, de adoración y de entrega sin límites: ¡Señor mío y Dios mío! Son las suyas cuatro palabras inagotables. Su fe brota, no tanto de la evidencia de Jesús, sino de un dolor inmenso. No son tanto las pruebas como el amor el que le lleva a la adoración y a la vuelta al apostolado.

También a nosotros, como a Tomás, podría hacernos Jesús este reproche. El Resucitado está escondido, pero realmente presente, en el Sagrario. En la Eucaristía dominical el Señor sale cada semana a nuestro encuentro. Nos espera en la lectura del evangelio y en la oración. En el encuentro entrañable de la confesión sacramental y en la enseñanza del Papa. Los obispos y los sacerdotes. Hagamos un acto de fe que se traduzca en realizaciones concretas, que nos lleve a practicar todo lo que el Señor a través de su Iglesia nos pide.

Las dudas primeras de Tomás han servido para confirmar la fe de los que más tarde habían de creer en Él. "¿Es que pensáis -comenta San Gregorio Magno- que aconteció por pura casualidad que estuviese ausente entonces aquel discípulo elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que al oír dudase, dudando palpase y palpando creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de Dios. La divina clemencia actuó de modo admirable para que, tocando el discípulo dubitativo las heridas de la carne de su Maestro, sanara en nosotros las heridas de la incredulidad (...). Así el discípulo, dudando y palpando, se convirtió en testigo de la verdadera resurrección" (5).

Hagamos nuestro el acto de fe de Tomás, ¡Señor mío y Dios mío! ¡Mi Señor y mi Dios! El Señor nos conducirá a confiar plenamente en Él y cumplir con nuestros deberes ordinarios de cristianos. El hará en resto, en nuestra vida y en las vidas de los que nos rodean. Repitamos con frecuencia: que yo vea con tus ojos, Cristo mío Jesús de mi alma (6). El Señor nos dará la paz y nos hará sentir la claridad, la hermosura y la seguridad del sol de la fe. Esa fe que llevaba a San Pablo a afirmar con frecuencia a los primeros cristianos: Si Dios está con nosotros, quién contra nosotros?

Si nuestra fe es firme, será apoyo para otros muchos. Es preciso que nuestra fe en Jesucristo vaya creciendo de día en día, que aprendamos a mirar los acontecimientos y las personas como Él los mira, que nuestro actuar en medio del mundo esté vivificado por la doctrina de Jesús.

"Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien nos movemos y existimos (Hech 17, 28); buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden al fin del hombre" (7).

El Señor le contestó a Tomás: Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído (8). "Sentencia en la que sin duda estamos señalados nosotros -dice San Gregorio Magno-, que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Se alude a nosotros, con tal que vivamos conforme a la fe; porque sólo cree de verdad el que practica lo que cree" (9).

La Resurrección del Señor es una llamada a que manifestemos con nuestra vida que Él vive. Las obras del cristiano deben ser fruto y manifestación del amor a Cristo. En los primeros siglos la difusión del cristianismo se realizó principalmente por el testimonio personal de los cristianos que se convertían. Era una predicación sencilla de la Buena Nueva: de hombre a hombre, de familia a familia; entre quienes tenían el mismo oficio, entre vecinos; en los barrios, en los mercados, en las calles.

Hoy también quiere el Señor que el mundo, la calle, el trabajo, las familias sean el cauce para la transmisión de la fe. Para ello es necesario conocer su contenido con claridad y precisión. Por eso, la Iglesia ha subrayado siempre la importancia de la lectura frecuente del Catecismo.

Nos dice Juan Pablo II: “El catecismo que aprobé es una exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica. Lo reconozco como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunidad eclesial y como una norma segura para la enseñanza de la fe” (10)

Acudamos a Santa María, Asiento de la Sabiduría, Reina de los Apóstoles, para que nos ayude a manifestar con nuestra conducta y nuestras palabras que Cristo vive.


(1) Juan Pablo II, Homilía en Bérgamo (26-IV-1981)
(2) Cfr. Jn 11, 16
(3) Jn 20, 24-25
(4) Jn 20, 26-27
(5) SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 26, 7
(6) Jaculatoria utilizada con frecuencia por San Josemaría Escrivá
(7) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4.
(8) Jn 20, 26-27
(9) SAN GREGORIO MAGNO, loc. cit., 26, 9
(10) Juan Pablo II, Constitución Apostólica Fidei Depositum (11-X-92)

Homilía de S.S. Juan Pablo II en la celebración Eucarística de la Misericordia Divina
Domingo 22 de abril de 2001

1. "No temas: yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos" (Ap 1, 17-18).

En la segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis, hemos escuchado estas consoladoras palabras, que nos invitan a dirigir la mirada a Cristo, para experimentar su tranquilizadora presencia. En cualquier situación en que nos encontremos, aunque sea la más compleja y dramática, el Resucitado nos repite a cada uno: "No temas"; morí en la cruz, pero ahora "vivo por los siglos de los siglos"; "yo soy el primero y el último, yo soy el que vive".

"El primero", es decir, la fuente de todo ser y la primicia de la nueva creación; "el último", el término definitivo de la historia; "el que vive", el manantial inagotable de la vida que ha derrotado la muerte para siempre. En el Mesías crucificado y resucitado reconocemos los rasgos del Cordero inmolado en el Gólgota, que implora el perdón para sus verdugos y abre a los pecadores arrepentidos las puertas del cielo; vislumbramos el rostro del Rey inmortal, que tiene ya "las llaves de la muerte y del infierno" (Ap 1, 18).

2. "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (Sal 117, 1). Hagamos nuestra la exclamación del salmista, que hemos cantado en el Salmo responsorial: la misericordia del Señor es eterna. Para comprender a fondo la verdad de estas palabras, dejemos que la liturgia nos guíe al corazón del acontecimiento salvífico, que une la muerte y la resurrección de Cristo a nuestra existencia y a la historia del mundo. Este prodigio de misericordia ha cambiado radicalmente el destino de la humanidad. Es un prodigio en el que se manifiesta plenamente el amor del Padre, el cual, con vistas a nuestra redención, no se arredra ni siquiera ante el sacrificio de su Hijo unigénito.

Tanto los creyentes como los no creyentes pueden admirar en el Cristo humillado y sufriente una solidaridad sorprendente, que lo une a nuestra condición humana más allá de cualquier medida imaginable. La cruz, incluso después de la resurrección del Hijo de Dios, "habla y no cesa nunca de decirque Dios-Padre es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre. (...) Creer en ese amor significa creer en la misericordia" (Dives in misericordia, 7).

Queremos dar gracias al Señor por su amor, que es más fuerte que la muerte y que el pecado. Ese amor se revela y se realiza como misericordia en nuestra existencia diaria, e impulsa a todo hombre a tener, a su vez, "misericordia" hacia el Crucificado. ¿No es precisamente amar a Dios y amar al próximo, e incluso a los "enemigos", siguiendo el ejemplo de Jesús, el programa de vida de todo bautizado y de la Iglesia entera?

3. Con estos sentimientos, celebramos el II domingo de Pascua, que desde el año pasado, el año del gran jubileo, se llama también domingo de la Misericordia divina. Para mí es una gran alegría poder unirme a todos vosotros, queridos peregrinos y devotos, que habéis venido de diferentes naciones para conmemorar, a un año de distancia, la canonización de sor Faustina Kowalska, testigo y mensajera del amor misericordioso del Señor.

La elevación al honor de los altares de esta humilde religiosa, hija de mi tierra, representa un don no sólo para Polonia, sino también para toda la humanidad. En efecto, el mensaje que anunció constituye la respuesta adecuada y decisiva que Dios quiso dar a los interrogantes y a las expectativas de los hombres de nuestro tiempo, marcado por enormes tragedias. Un día Jesús le dijo a sor Faustina: "La humanidad no encontrará paz hasta que se dirija con confianza a la misericordia divina" (Diario, p. 132). ¡La misericordia divina! Este es el don pascual que la Iglesia recibe de Cristo resucitado y que ofrece a la humanidad, en el alba del tercer milenio.

4. El evangelio, que acabamos de proclamar, nos ayuda a captar plenamente el sentido y el valor de este don. El evangelista san Juan nos hace compartir la emoción que experimentaron los Apóstoles durante el encuentro con Cristo, después de su resurrección. Nuestra atención se centra en el gesto del Maestro, que transmite a los discípulos temerosos y atónitos la misión de ser ministros de la misericordia divina. Les muestra sus manos y su costado con los signos de su pasión, y les comunica: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo" (Jn 20, 21).

E inmediatamente después "exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos"" (Jn 20, 22-23). Jesús les confía el don de "perdonar los pecados", un don que brota de las heridas de sus manos, de sus pies y sobre todo de su costado traspasado. Desde allí una ola de misericordia inunda toda la humanidad.

Revivamos este momento con gran intensidad espiritual. También a nosotros el Señor nos muestra hoy sus llagas gloriosas y su corazón, manantial inagotable de luz y verdad, de amor y perdón.

5. ¡El Corazón de Cristo! Su "Sagrado Corazón" ha dado todo a los hombres: la redención, la salvación y la santificación. De ese Corazón rebosante de ternura, santa Faustina Kowalska vio salir dos haces de luz que iluminaban el mundo. "Los dos rayos -como le dijo el mismo Jesús- representan la sangre y el agua" (Diario, p. 132). La sangre evoca el sacrificio del Gólgota y el misterio de la Eucaristía; el agua, según la rica simbología del evangelista San Juan, alude al bautismo y al don del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 4, 14).

A través del misterio de este Corazón herido, no cesa de difundirse también entre los hombres y las mujeres de nuestra época el flujo restaurador del amor misericordioso de Dios. Quien aspira a la felicidad auténtica y duradera, sólo en él puede encontrar su secreto.

6. "Jesús, en ti confío". Esta jaculatoria, que rezan numerosos devotos, expresa muy bien la actitud con la que también nosotros queremos abandonarnos con confianza en tus manos, oh Señor, nuestro único Salvador.

Tú ardes del deseo de ser amado, y el que sintoniza con los sentimientos de tu corazón aprende a ser constructor de la nueva civilización del amor. Un simple acto de abandono basta para romper las barreras de la oscuridad y la tristeza, de la duda y la desesperación. Los rayos de tu misericordia divina devuelven la esperanza, de modo especial, al que se siente oprimido por el peso del pecado.

María, Madre de misericordia, haz que mantengamos siempre viva esta confianza en tu Hijo, nuestro Redentor. Ayúdanos también tú, santa Faustina, que hoy recordamos con particular afecto. Fijando nuestra débil mirada en el rostro del Salvador divino, queremos repetir contigo: "Jesús, en ti confío". Hoy y siempre. Amén.