El DÍA DEL SEÑOR. DOMINGO 5º DE PASCUA


                Después de la Resurrección, el Señor se dedica a recordar a sus discípulos buena parte de las enseñanzas que les había transmitido durante los años de vida pública.  En esos encuentros no debió faltar un recuerdo especial para todo lo acaecido en el cenáculo en la tarde del jueves santo. Jesucristo les vuelve a insistir en la importancia de vivir el mandamiento nuevo: el distintivo de sus discípulos. Vamos a recordarlo en este domingo.

                Gracias a San Juan, sabemos que la conversación de Jesús en la última cena, después de haber instituido la Eucaristía, se prolongó largo rato. Son las últimas horas con los discípulos, y el corazón del Maestro se desborda de cariño y de ternura en una larga sobremesa.

“Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que El ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros (Jn 13, 34-35)” (1)

Los apóstoles escuchan conmovidos el gran precepto, corroborado por el ejemplo del Maestro, del que tienen larga y detallada experiencia. Es lógico que, ante una Nueva Alianza, se renueve la ley, con la novedad del amor infinito que el Hijo de Dios ha inaugurado sobre la tierra.

“Señor, ¿por qué llamas nuevo a este mandamiento? Como acabamos de escuchar, el amor al prójimo estaba prescrito en el Antiguo Testamento, y recordaréis también que Jesús, apenas comienza su vida pública, amplía esa exigencia, con divina generosidad: habéis oído que fue dicho: amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo. Yo os pido más: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian (2).

Señor, permítenos insistir: ¿por qué continúas llamando nuevo a este precepto? Aquella noche, pocas horas antes de inmolarte en la Cruz, durante esa conversación entrañable con los que -a pesar de sus personales flaquezas y miserias, como las nuestras- te han acompañado hasta Jerusalén, Tú nos revelaste la medida insospechada de la caridad: como yo os he amado. ¡Cómo no habían de entenderte los Apóstoles, si habían sido testigos de tu amor insondable!”(3)

El precepto de Cristo cae como semilla fecunda en el corazón de los primeros. A partir de entonces, la historia de la salvación será una tarea de amor divino, difundido por el Espíritu Santo y arraigado bajo su acción en los corazones de los fieles. Pero ese hermoso quehacer será batalla dura contra las diversas formas del odio y del egoísmo, que habrá que desenmascarar con valentía.

“A veces, con su actuación, algunos cristianos no dan al precepto de la caridad el valor máximo que tiene. Cristo, rodeado por los suyos, en aquel maravilloso sermón final, decía a modo de testamento: «Mandatum novum do vobis, ut diligatis invicem» -un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros.

Y todavía insistió: «in hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis» -en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros.
-¡Ojalá nos decidamos a vivir como El quiere!” (4).
Bien sabe el Señor que esa fecunda siembra de amor tropezará también con la falta de generosidad de sus propios discípulos: perezas, cobardías, malquerencias, envidias… Quizá por eso insiste, con palabras solemnes, a lo largo de la cena.

                -Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar la vida por sus amigos (5).

El anuncio y el ejemplo del Maestro resultan claros, precisos. Ha subrayado con obras su doctrina. Y, sin embargo, muchas veces he pensado que, después de veinte siglos, todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo; el resto, la mayoría, ha preferido y prefiere no enterarse. Con un egoísmo exacerbado, concluyen: para qué más complicaciones, me basta y me sobra con lo mío.

No cabe semejante postura entre los cristianos. Si profesamos esa misma fe, si de verdad ambicionamos pisar en las nítidas huellas que han dejado en la tierra las pisadas de Cristo, no hemos de conformarnos con evitar a los demás los males que no deseamos para nosotros mismos. Esto es mucho, pero es muy poco, cuando comprendemos que la medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús. Además, El no nos propone esa norma de conducta como una meta lejana, como la coronación de toda una vida de lucha. Es -debe ser, insisto, para que lo traduzcas en propósitos concretos- el punto de partida, porque Nuestro Señor lo antepone como signo previo: en esto conocerán que sois mis discípulos (6).

Jesucristo ha abierto, en la tierra, las vías del amor a lo divino. Cada vez que un discípulo las recorre, es el mismo Señor quien prosigue su paso salvador por este mundo, venciendo el antiguo mal de la frialdad y las discordias, atrayendo hacia Dios a los hombres ávidos de amor verdadero.

“No odiar al enemigo, no devolver mal por mal, renunciar a la venganza, perdonar sin rencor, se consideraba entonces -y también ahora, no nos engañemos- una conducta insólita, demasiado heroica, fuera de lo normal. Hasta ahí llega la mezquindad de las criaturas. Jesucristo, que ha venido a salvar a todas las gentes y desea asociar a los cristianos a su obra redentora, quiso enseñar a sus discípulos -a ti y a mí- una caridad grande, sincera, más noble y valiosa: debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a cada uno de nosotros. Sólo de esta manera, imitando -dentro de la propia personal tosquedad- los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo.

Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo. Un escritor del siglo II, Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al contemplar el porte de los fieles de entonces, tan lleno de atractivo sobrenatural y humano: mirad cómo se aman (7), repetían” (8)

Todos nos sentimos atraídos por el mandato del Señor. Pero todos sufrimos también cuando experimentamos que esta ley extraordinaria es difícil de vivir. En toda convivencia, entre marido y mujer, padres e hijos, hermanos, amigos, compañeros de profesión, hay un momento en que experimentamos que no somos iguales, se producen roces, aparecen divisiones, conflictos... Si en esas ocasiones se olvidan estas palabras de Jesús la convivencia se deteriora o muere.

Los torneos dialécticos con la mujer, el marido, los hijos, los amigos, los compañeros, los vecinos..., singularmente cuando versan sobre cuestiones opinables, deben hacerse con respeto y apertura de corazón. La crítica a las opiniones ajenas, el sarcasmo o la ironía y cualquiera de las formas de imposición sobre los otros pueden hacerles callar, pero lo que no logran es convencerlos y ganarlos. Hay que tratar de convencer al que no piensa como nosotros, no vencerle; y en algunos temas, por su banalidad, ni siquiera es decoroso intentar lo primero. Esto no implica indiferencia por la verdad y por quien opina de modo diverso. Es preciso expresar la verdad con cariño. Que el que nos escucha perciba, por el modo que nos expresamos, que el favor más grande que podemos hacer por él es explicarle la verdad.

Preguntémonos de tanto en tanto: ¿Sé dominarme cuando los nervios, el mal humor, el cansancio..., me impulsan a levantar la voz? ¿Soy cerril, criticón, mordaz, sibilino, olvidando que así falto a la caridad y levanto un muro entre los demás y yo? Retengamos hoy, en esta celebración eucarística, estas palabras de S. Clemente Romano a los cristianos de la primera hora: "Día y noche traíais entablada contienda en favor de vuestros hermanos a fin de conservar íntegro, por medio del cariño y de la comprensión, el número de los elegidos de Dios. Erais sinceros y sencillos, y no sabíais de rencor los unos con los otros. Toda sedición y toda escisión era para vosotros cosa abominable" (9). Amaos como Yo os he amado. Esforcémonos, con la ayuda de Dios, para que la unidad se revele más fuerte que cualquier discrepancia.


(1)    San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 221
(2)    Mt 5, 43-44
(3)    San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 222
(4)    San Josemaría Escrivá, Forja, n. 889
(5)    Jn 15, 13-13
(6)    San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 223
(7)    Tertuliano, Apologeticus, 39 (PL 1, 47).
(8)    San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 225
(9)    San Clemente Romano, Epístola a los Corintios, II