EL DÍA DEL SEÑOR


                LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

              La Ascensión es el último misterio de la vida de Jesús en la tierra. Su  paso entre nosotros no concluye con su muerte en la Cruz, sino con la Ascensión a los Cielos. Es un misterio salvador que constituye el misterio pascual, unido a su Pasión, su Muerte y su Resurrección. Convenía que quienes habían visto morir a Cristo en la Cruz entre insultos, desprecios y burlas, fueran testigos de su exaltación suprema. Se cumplen ahora ante la vista de los suyos aquellas palabras que un día les dijera: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios (1). Y aquellas otras: Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y voy a Ti, Padre Santo (2).

                Recordemos el momento. Terminado el almuerzo, el Señor se levanta de la mesa y, acompañado por los Apóstoles sale de la ciudad y toma el camino de Betania. Atraviesan el torrente Cedrón y comienzan la subida al Monte de los Olivos. A la memoria de los Apóstoles acude, vivísimo, el recuerdo de las innumerables veces que han pasado allí con el Maestro; ahora le acompañan por última vez, y un velo de tristeza comienza a atenazar sus corazones.

                En un lugar de la ladera,  quizá donde señala una antigua tradición, el Señor detiene su marcha. En torno a Él se congregan todos; “y levantando sus manos los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se alejó de ellos y se elevaba al Cielo” (3).

                Los Apóstoles se postran mientras Jesús se aleja de ellos. Escoltado por una corte invisible de ángeles, el Señor sube triunfante al Cielo. Los discípulos no aciertan a apartar la mirada de esa figura tan querida que, con la distancia, se va haciendo más y más pequeña, hasta que una nube se oculta a sus ojos.

                También nosotros, “como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino (4), cuando llora por Lázaro (5), cuando ora largamente (6), cuando se compadece de la muchedumbre (7)”.

                Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. El, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?” (8).

                Largo rato estarían los Apóstoles, como embobados, rastreando los aires por donde se les había ido el Maestro. Pero era momento de nostalgias estériles. Dos ángeles se encargan de recordarlo. “Cuando estaban mirando atentamente el cielo mientras Él se iba, se presentaron junto a ellos dos hombres con vestiduras blancas que dijeron:
-Hombres de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que de entre vosotros ha sido elevado al cielo, vendrá de igual manera que le habéis visto subir al cielo” (9).

“Para nosotros, sin embargo, ese acontecimiento de hace dos mil años es fácil de entender. Estamos llamados, permaneciendo en la tierra, a mirar fijamente al cielo, a orientar la atención, el pensamiento y el corazón hacia el misterio inefable de Dios. Estamos llamados a mirar hacia la realidad divina, a la que el hombre está orientado desde la creación. En ella se encierra el sentido definitivo de nuestra vida” (10)

«Hoy no sólo hemos sido constituidos poseedores del paraíso -enseña San León Magno en esta solemnidad-, sino que con Cristo hemos ascendido, mística pero realmente, a lo más alto de los Cielos, y conseguido por Cristo una gracia más inefable que la que habíamos perdido» (11).

“La Ascensión no es sólo la glorificación definitiva de Jesús de Nazaret, sino también la prenda y garantía de la exaltación, de la elevación de la naturaleza humana. Nuestra fe y esperanza de cristianos se refuerzan y corroboran hoy, pues nos invita a meditar en nuestra pequeñez, sí, en nuestra fragilidad y miseria, pero también en la “transformación” más maravillosa aún que la propia creación, transformación que Cristo actúa en nosotros al estar unidos a Él por los sacramentos y la gracia” (12)

La Ascensión fortalece y alienta nuestra esperanza de alcanzar el Cielo y nos impulsa constantemente a levantar el corazón, como nos invita a hacer el prefacio de la Misa, con el fin de buscar las cosas de arriba. Ahora nuestra esperanza es muy grande, pues el mismo Cristo ha ido a prepararnos una morada (13).

“Nuestro Señor Jesucristo ascendió al cielo tal día como hoy; que nuestro corazón ascienda también con él.
Escuchemos al Apóstol: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Y así como él ascendió sin alejarse de nosotros, nosotros estamos ya allí con Él, aun cuando todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que nos ha sido prometido.

Él fue ya exaltado sobre los cielos; pero sigue padeciendo en la tierra todos los trabajos que nosotros, que somos sus miembros, experimentamos. De lo que dio testimonio cuando exclamó: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Así como: Tuve hambre, y me disteis de comer.

¿Por qué no vamos a esforzarnos sobre la tierra, de modo que gracias a la fe, la esperanza y la caridad, con las que nos unimos con él, descansemos ya con él en los cielos? Mientras él está allí, sigue estando con nosotros; y nosotros, mientras estamos aquí, podemos estar ya con Él allí. Él está con nosotros por su divinidad, su poder y su amor; nosotros, en cambio, aunque no podemos llevarlo a cabo como Él por la divinidad, si que podemos por el amor hacia él.

No se alejó del cielo, cuando descendió hasta nosotros; ni de nosotros, cuando regresó hasta él. Él mismo es quien asegura que estaba allí mientras estaba aquí: Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo” (14)

La esperanza del Cielo debe llenar de alegría nuestro diario caminar. Imitaremos a los Apóstoles, que «se aprovecharon tanto de la Ascensión del Señor que todo cuanto antes les causaba miedo, después se convirtió en gozo. Desde aquel momento elevaron toda la contemplación de su alma a la divinidad sentada a la diestra del Padre; la misma visión de su cuerpo no era obstáculo para que la inteligencia, iluminada por la fe, creyera que Cristo, ni descendiendo se había apartado del Padre, ni con su Ascensión se había separado de sus discípulos» (15).

Los ángeles animan a los discípulos a comenzar la inmensa tarea que les espera. Con la Ascensión termina la misión terrena de Cristo y comienza la de los cristianos. “Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima” (16).

Quienes conviven o se relacionan con nosotros nos han de ver leales, sinceros, alegres, trabajadores; nos hemos de comportar como personas que cumplen con rectitud sus deberes y saben actuar como hijos de Dios en las incidencias diarias.
Jesús se va, pero se queda muy cerca de cada uno. De un modo particular lo encontramos en el Sagrario más próximo, quizá a menos de un centenar de metros de donde vivimos o trabajamos.

Los Apóstoles marcharon a Jerusalén en compañía de Santa María. Junto a Ella esperan la llegada del Espíritu Santo. Dispongámonos nosotros también en estos días a preparar la próxima fiesta de Pentecostés muy cerca de nuestra Señora.


(1)    Jn 20, 17
(2)    Jn 17, 11
(3)    Lc 24, 50-51
(4)    Jn 4, 6
(5)    Jn 11, 35
(6)    Lc 6, 12
(7)    Mt 15, 32; Mc 8, 2
(8)    San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 117
(9)    Hec 1, 10-11
(10) Benedicto XVI, Homilía, 28-5-1006
(11) SAN LEON MAGNO, Homilía I sobre la Ascensión
(12) Juan Pablo II, Homilía, 12-5-1983
(13) Cfr. Jn 14, 2.- (13) Cfr. Apoc. 5, 6.
(14) San Agustín, Sermón Mai 98, sobre la Ascensión del Señor, 1-2: PLS 2, 494-495
(15) SAN LEON MAGNO, Sermón 74, 3
(16) San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 122