EL DIA DEL SEÑOR


           Solemnidad de la Santísima Trinidad 
          Hoy contemplamos a la Santísima Trinidad tal como nos la dio a conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor "no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia" (Prefacio): es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; y, por último, es Espíritu Santo, que lo mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final. Tres Personas que son un solo Dios, porque el Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu es amor. Dios es todo amor y sólo amor, amor purísimo, infinito y eterno. No vive en una espléndida soledad, sino que más bien es fuente inagotable de vida que se entrega y comunica incesantemente (1).
          Ya hemos recibido al Espíritu Santo  prometido por Jesús a la Iglesia. Y llega para nosotros  el momento de acercarnos  con nueva luz al mayor de los misterios, a la más sorprendente de las revelaciones divinas: la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Señor nos revela el misterio insondable de su vida íntima: el corazón de Dios es familia, Trinidad de Personas divinas, que constituyen un solo Dios. Y, por la gracia, nos hace participar de su vida íntima: el corazón del cristiano es morada donde habita el Dios Uno y Trino.
          Tenemos la experiencia que la intimidad personal es algo que se comunica solo a los amigos. El Señor, nos abre al conocimiento de la vida íntima de Dios y nos invita a participar en ella.
          Poco a poco, con pedagogía divina, Dios nos fue manifestando su realidad íntima. En el Antiguo Testamento da a conocer sobre todo la Unidad de su Ser, y su completa distinción del mundo y su modo de relacionarse con él, como Creador y Señor. Se nos enseña de muchas maneras que Dios es increado; que no está limitado a un espacio (es inmenso), ni al tiempo (es eterno). Su poder no tiene límites (es omnipotente).
          Pero es Cristo quien nos revela la intimidad del misterio trinitario y la llamada a participar en él. Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo (2). Él nos reveló también la existencia del Espíritu Santo junto con el Padre y lo envió a la Iglesia para que la santificara hasta el fin de los tiempos; y nos reveló la perfectísima Unidad de vida entre las divinas Personas (3).
         El misterio de la Santísima Trinidad es el punto de partida de toda la verdad revelada y  la fuente de la vida divina. Hacia el Dios Uno y Trino nos encaminamos. Somos hijos del Padre, hermanos del Hijo, santificados continuamente por el Espíritu Santo para asemejarnos cada vez más a Cristo. Así crecemos en el sentido de nuestra filiación divina. Esto nos hace ser templos vivos de la Santísima Trinidad.
         En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu fuimos bautizados. En ese momento, el Señor purificó nuestra alma, nos hizo nacer a la vida nueva de la gracia divina y tomó posesión de nuestro corazón. Empezamos a ser hijos de Dios.  Muchas veces a lo largo del día repetimos los cristianos: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

          “-¡Dios es mi Padre! -Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.
-¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón.
-¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
Piénsalo bien. -Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo (4).
          Desde que el hombre es llamado a participar de la misma vida divina por la gracia recibida en el Bautismo, está destinado a participar cada vez más en esta Vida. Es un camino que es preciso andar continuamente. Del Espíritu Santo recibimos constantes impulsos, mociones, luces, inspiraciones para ir más deprisa por ese camino que lleva a Dios, para estar cada vez en una «órbita» más cercana al Señor.
          «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!
          »Hemos corrido como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas (5); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna (6). Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas» (7).
          Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él (8), dijo Jesús en la Ultima Cena a sus discípulos. El Señor revela que no sólo Él, sino la misma Trinidad Santa, estaría presente en el alma de quienes le aman, como en un templo (9). Esta revelación constituye «la sustancia del Nuevo Testamento» (10), la esencia de sus enseñanzas.
          Esta nueva presencia, por la gracia divina,  llena de amor y de gozo inefable al cristiano que va por caminos de plenitud de vida cristiana, de santidad. Y es ahí, en el centro del alma, donde debemos acostumbrarnos a buscar a Dios en las situaciones más diversas de la vida: en la calle, en el trabajo, en el deporte, mientras descansamos... «Oh, pues, alma hermosísima -exclamaba San Juan de la Cruz- que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado para buscarle y mirarte con él, ya se te dice que tú misma eres el aposento donde él mora y el lugar y escondrijo donde está escondido; que es cosa de gran contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti que esté en ti o, por mejor decir, tú no puedes estar sin él. Cata -dice el Esposo- que el reino de Dios está dentro de vosotros (11); y su siervo el Apóstol San Pablo: Vosotros -dice- sois templos de Dios (12)» (13).
          Esta dicha de la presencia de la Trinidad en el alma es confiada por el Señor a todos los cristianos y es un anticipo de la felicidad eterna del cielo,  donde contemplaremos cara a cara a Dios mediante la luz de la gloria. “Este es nuestro gozo cumplido y no hay mejor: gozar de la Trinidad de Dios, a cuya imagen hemos sido hechos (14).
          Siempre que conocemos y amamos a alguien, le tenemos presente en nuestra vida. Pero Dios, por la gracia, está mucho más íntimamente en nosotros: El mora en nuestro interior, le poseemos y gozamos; su presencia es real y personal dentro de nuestra alma.
         El Señor no se cansaba de repetir durante su vida pública: el Reino de Dios está dentro de vosotros (15). En el centro de nuestra alma está el Espíritu Santo, y con Él el Padre y el Hijo, presidiendo todas nuestras acciones. El Señor nos dirá como a San Agustín: ¿Por qué me buscas fuera, si estoy dentro de ti? Y nos animará a buscarlo en nuestro corazón.
          Hemos de descubrir esa cercanía de la Trinidad en el corazón y tener amistad interior y personal con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Esta amistad llena de cariño, la desea el Señor, que está esperando en los umbrales de nuestra alma: he aquí que estoy a la puerta y llamo: si alguno escuchare mi voz y me abriere la puerta, entraré a él y con él cenaré y él conmigo (16)
          A la vez que pedimos al Espíritu Santo un deseo grande de purificar el corazón, hemos de desear este encuentro íntimo con la Beatísima Trinidad, sin que nos detenga el que quizá cada vez vemos con más claridad nuestras flaquezas y nuestra tosquedad para con Dios. Cuenta Santa Teresa que al considerar la presencia de las Tres divinas Personas en su alma «estaba espantada de ver tanta majestad en cosa tan baja como es mi alma»; entonces, le dijo el Señor: «No es baja, hija, pues está hecha a mi imagen» (17).

          Y la Santa quedó llena de consuelo. A nosotros nos puede hacer un gran bien considerar estas palabras como dirigidas a nosotros mismos, y nos animarán a proseguir en ese camino que acaba en Dios. También debemos tratar a quienes cada día encontramos y hablamos como poseedores de un alma inmortal, imagen de Dios, que son o pueden llegar a ser templos de Dios. Sor Isabel de la Trinidad, recientemente beatificada, escribía a su hermana, al tener noticia del nacimiento y bautizo de su primera sobrina: «Me siento penetrada de respeto ante este pequeño santuario de la Santísima Trinidad... Si estuviese a su lado, me arrodillaría para adorar a Aquel que mora en ella» (18).
          La Iglesia nos recomienda alimentar la piedad con un sólido alimento, y por eso hemos de rezar o meditar esas reglas de fe y las oraciones compuestas para alabanza de la Trinidad: el Símbolo Atanasiano o Quicumque (que antiguamente los cristianos recitaban cada domingo después de la homilía, y que aún hoy muchos recitan y meditan en honor de la Santísima Trinidad), el Trisagio Angélico, especialmente en esta Solemnidad, el Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo... Cuando, con la ayuda de la gracia, aprendemos a penetrar en estas prácticas de devoción es como si volviéramos a oír las palabras del Señor: dichosos vuestros ojos, porque ven; y dichosos vuestros oídos, porque oyen: pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver los que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron (16).
          Repitamos con San Agustín: «Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte. Que yo ansíe siempre ver tu rostro. Dame fuerzas para la búsqueda, Tú, que hiciste que te encontrara y que me has dado esperanzas de un conocimiento más perfecto. Ante Ti está mi firmeza y mi debilidad: sana ésta, conserva aquélla. Ante Ti está mi ciencia y mi ignorancia: si me abres, recibe al que entra; si me cierras el postigo, abre al que llama. Haz que me acuerde de Ti, que te comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta mi reforma completa (...).
          »Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin comprenderlas, y Tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno, alabándote unánimemente, y hechos en Ti también nosotros una sola cosa» (19).
          La contemplación y la alabanza a la Trinidad Santa es la sustancia de la vida cristiana, y  es también nuestro fin: porque en el Cielo, junto a nuestra Madre Santa María -Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo: ¡más que Ella, sólo Dios! (20)-, nuestra felicidad y nuestro gozo será una alabanza eterna al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.




Juan Ramón Domínguez
                                                              
(1)    Benedicto XVI,  Homilía  7.VI.2009
(2)    Mt 11, 27
(3)    Evangelio de la Misa. Ciclo C. Jn 16, 12-15
(4)    San Josemaría Escrivá, Forja n. 2
(5)    Sal 41, 2
(6)    cfr. Jn 4, 14
(7)    San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 306-307
(8)    Jn 14, 23
(9)    Cfr. 1 Cor 6, 19
(10) TERTULIANO, Contra Praxeas, 31
(11) Lc 17, 21
(12) 2 Cor 6, 16
(13) SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 1, 7
(14) San Agustín, De Trinitate, 8, 17-18
(15) Lc, 17,21
(16) Apoc 3, 20
(17) Santa Teresa,  Relaciones 54, 56
(18) SOR ISABEL DE LA TRINIDAD, Carta a su hermana Margarita, en Obras completas, p. 466.
(19) SAN AGUSTIN, Tratado sobre la Trinidad, 15, 28, 51
(20) San Josemaría Escriva, Camino, n. 496.