La institución de la Eucaristía fue siempre considerada como el sacramento más santo: el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. El sacramento de la Pascua divina. El sacramento de la muerte y de la resurrección. El sacramento del Amor, que es más poderoso que la muerte. El sacramento del sacrificio y del banquete de la redención. El sacramento de la comunión de las almas con Cristo en el Espíritu Santo. El sacramento de la fe de la Iglesia peregrinante y de la esperanza de la unión eterna. El alimento de las almas. El sacramento del pan y del vino, de las especies más pobres, que se convierten en nuestro tesoro y en nuestra riqueza más grande. “He aquí el pan de los ángeles, convertido en pan de los caminantes” (secuencia), “...no como el pan que comieron los padres y murieron; el que come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,58).
¿Por qué ha sido escogido un jueves para la solemnidad del Corpus Domini? La respuesta es fácil. Esta solemnidad se refiere al misterio ligado históricamente a ese día, al Jueves Santo. Y tal día es, en el sentido más estricto de la palabra, la fiesta eucarística de la Iglesia. El Jueves Santo se cumplieron las palabras que Jesús había pronunciado una vez en la sinagoga de Cafarnaum; al oírle, “muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían”, mientras los Apóstoles respondieron por boca de Pedro: “¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6,66-68). La Eucaristía encierra en sí el cumplimiento de esas palabras. En ella la vida eterna tiene su anticipo y su comienzo (1).
La razón humana se anonada cuando, iluminada por la fe, contempla el misterio de la Encarnación y percibe que Dios asume la naturaleza humana para salir a nuestro encuentro: Jesús me amó y se entregó por mí (2). La locura de amor de la Eucaristía supera por completo toda perspectiva humana: el Todopoderoso, el Infinito, el Eterno, se queda realmente presente oculto bajo las especies sacramentales.
La Iglesia sintió la necesidad de dedicar otro día a contemplar la profundidad del amor del Señor en el misterio eucarístico. La sabiduría popular subrayó la importancia de esta fiesta cristiana. Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión.
En la Santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo, que por su Carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da vida a los hombres (3).
La fe en la presencia real de Cristo en la Sagrada Eucaristía llevó a la devoción a Jesús Sacramentado también fuera de la Misa. La razón de conservar las Sagradas Especies, en los primeros siglos de la Iglesia, era poder llevar la comunión a los enfermos y a quienes, por confesar su fe, se encontraban en las cárceles en trance de sufrir martirio. Con el paso del tiempo, la fe y el amor de los fieles enriquecieron la devoción pública y privada a la Sagrada Eucaristía. Esta fe llevó a tratar con la máxima reverencia el Cuerpo del Señor y a darle un culto público. De esta veneración tenemos muchos testimonios en los más antiguos documentos de la Iglesia, y dio lugar a la fiesta que hoy celebramos.
Nuestro Dios y Señor se encuentra en el Sagrario, allí está Cristo, y allí deben hacerse presentes nuestra adoración y nuestro amor. Esta veneración a Jesús Sacramentado se expresa de muchas maneras: bendición con el Santísimo, procesiones, oración ante Jesús Sacramentado, genuflexiones que son verdaderos actos de fe y de adoración... Entre estas devociones y formas de culto, «merece una mención particular la solemnidad del Corpus Christi como acto público tributado a Cristo presente en la Eucaristía (...). La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración» (4). Especialmente el día de hoy ha de estar lleno de actos de fe y de amor a Jesús sacramentado.
Si asistimos a la procesión, acompañando a Jesús, lo haremos como aquel pueblo sencillo que, lleno de alegría, iba detrás del Maestro en los días de su vida en la tierra, manifestándole con naturalidad sus múltiples necesidades y dolencias; también la dicha y el gozo de estar con Él. Si le vemos pasar por la calle, expuesto en la Custodia, le haremos saber desde la intimidad de nuestro corazón lo mucho que representa para nosotros...«Adoradle con reverencia y con devoción; renovad en su presencia el ofrecimiento sincero de vuestro amor; decidle sin miedo que le queréis; agradecedle esta prueba diaria de misericordia tan llena de ternura, y fomentad el deseo de acercaros a comulgar con confianza. Yo me pasmo ante este misterio de Amor: el Señor busca mi pobre corazón como trono, para no abandonarme si yo no me aparto de Él» (5). En ese trono de nuestro corazón Jesús está más alegre que en la Custodia más espléndida.
San Josemaría nos ha enseñado a asumir con plenitud la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, de manera que el Señor entre verdaderamente en nuestra vida y nosotros en la suya, que le miremos y contemplemos —con los ojos de la fe— como a una persona realmente presente: nos ve, nos oye, nos espera, nos habla, se acerca y nos busca, se inmola por nosotros en la Santa Misa (6).
Explicaba que los hombres tienden a imaginar al Señor muy «lejos, donde brillan las estrellas», como desentendido de sus criaturas; y no terminan de creer «que también está siempre a nuestro lado» (7). .Quizá hayáis encontrado personas que consideran al Creador tan distinto de los hombres, que les parece que no le conciernen los pequeños o grandes avatares que componen la vida humana. Nosotros, sin embargo, sabemos que no es así, que «Dios habita en lo más alto y mira las cosas pequeñas» (8): se fija con amor en cada uno, todo lo nuestro le interesa.
«El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones» (9).
Su amor y su interés infinitos por cada uno de nosotros, han llevado al Hijo a quedarse en la Hostia Santa, además de a encarnarse y a trabajar y a sufrir como sus hermanos los hombres. Es verdaderamente Emmanuel, Dios con nosotros. «El Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y —en lo que nos es posible entender— porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros» (10) (11).
Santo Tomás nos recuerda que los sentidos fallan ante la Eucaristía y lo que nos sostiene es la palabra del Señor (12).
Qué patente se alza el fracaso de los sentidos ante el Santísimo Sacramento! La experiencia sensible, camino natural para que nuestra inteligencia conozca lo que son las cosas, aquí no basta. Sólo el oído salva al hombre del naufragio sensible ante la Eucaristía. Sólo oyendo la Palabra de Dios que revela lo que la mente no percibe a través de la sensibilidad, y acogiéndola con la fe, se llega a saber que la sustancia —aunque lo parezca— no es pan sino el cuerpo de Cristo, no es vino sino la sangre del Redentor.
También la inteligencia zozobra, porque no alcanza ni alcanzará jamás a comprender la posibilidad de que permaneciendo lo sensible —las "especies"— del pan y del vino, la realidad sustancial constituya el Cuerpo y la Sangre de Cristo (13) «Lo que no comprendes y no ves, lo afirma una fe viva, más allá del orden propio de las cosas» (14)
Hoy es un día de acción de gracias y de alegría porque el Señor se ha querido quedar con nosotros para alimentarnos, para fortalecernos, para que nunca nos sintamos solos.
Si hoy, en tantas ciudades y aldeas donde se tiene esa antiquísima costumbre de llevar en procesión a Jesús Sacramentado, alguien preguntara al oír también el rumor de las gentes: «¿qué es?», «¿qué ocurre?», se le podría contestar con las mismas palabras que le dijeron a Bartimeo: es Jesús de Nazaret que pasa. Es Él mismo, que recorre las calles recibiendo el homenaje de nuestra fe y de nuestro amor. ¡Es Él mismo!
En este día el Señor toma posesión de nuestras calles y plazas, que la piedad alfombra en muchos lugares con flores y ramos; para esta fiesta se proyectaron magníficas Custodias, que se hacen más ricas cuanto más cerca de la Forma consagrada están los elementos decorativos. Muchos serán los cristianos que hoy acompañen en procesión al Señor, que sale al paso de los que quieren verle, «haciéndose el encontradizo con los que no le buscan. Jesús aparece así, una vez más, en medio de los suyos: ¿cómo reaccionamos ante esa llamada del Maestro? (...).
»La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia (...) no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra (...).
»Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con Él se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí (Jn 12, 32)» (15)
“Señor Jesús! Nos presentamos ante ti, sabiendo que nos llamas y que nos amas tal como somos.
Tú eres nuestra esperanza, nuestra paz, nuestro mediador, hermano y amigo. Nuestro corazón se llena de gozo y de esperanza al saber que vives “siempre intercediendo por nosotros”. Nuestra esperanza se traduce en confianza, gozo de Pascua y camino apresurado contigo hacia el Padre.
Queremos sentir como tú y valorar las cosas como las valoras tú. Porque tú eres el centro, el principio y el fin de todo. Apoyados en esta esperanza, queremos infundir en el mundo esta escala de valores evangélicos, por la que Dios y sus dones salvíficos ocupan el primer lugar en el corazón y en las actitudes de la vida concreta.
Queremos amar como tú, que das la vida y te comunicas con todo lo que eres. Quisiéramos decir como San Pablo: “Mi vida es Cristo”. Nuestra vida no tiene sentido sin ti. Queremos aprender a “estar con quien sabemos nos ama”, porque “con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir”. En ti aprenderemos a unirnos a la voluntad del Padre, porque, en la oración, “el amor es el que habla”.
Entrando en tu intimidad, queremos adoptar determinaciones y actitudes básicas, decisiones duraderas, opciones fundamentales según nuestra propia vocación cristiana.
Creyendo, esperando y amando, te adoramos con una actitud sencilla de presencia, silencio y espera, que quiere ser también reparación, como respuesta a tus palabras: “Quedaos aquí y velad conmigo”.
Tú superas la pobreza de nuestros pensamientos, sentimientos y palabras; por esto queremos aprender a adorar admirando tu misterio, amándolo tal como es y callando con un silencio de amigo y con una presencia de donación. El Espíritu Santo, que has infundido en nuestros corazones, nos ayuda a decir esos “gemidos inenarrables”, que se traducen en actitud agradecida y sencilla, y en el gesto filial de quien ya se contenta con sola tu presencia, tu amor y tu palabra. En nuestras noches físicas o morales, si tú estás presente y nos amas y nos hablas, ya nos basta, aunque, muchas veces, no sentiremos la consolación.
Aprendiendo este más allá de la adoración, estaremos en tu intimidad o “misterio”; entonces nuestra oración se convertirá en respeto hacia el “misterio” de cada hermano y de cada acontecimiento para insertarnos en nuestro ambiente familiar y social, y construir la historia con este silencio activo y fecundo que nace de la contemplación. Gracias a ti, nuestra capacidad de silencio y de adoración se convertirá en capacidad de amar y de servir (16).
Juan Ramón Domínguez
(1) Juan Pablo II, homilía en la Solemnidad del Corpus Christi (8-VI-1980)
(2) Gal. 2,20
(3) Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 5.
(4) Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 24-II-1980,
(5) San Josemaría, Es Cristo que pasa, 161
(6) San Josemaría, cfr. Camino, nn. 269, 537, 554; Forja, nn. 831, 991; Es Cristo que pasa, n. 151.
(7) San Josemaría, Camino, n. 267.
(8) Sal 137, 6
(9) San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84.
(10) Ibid.
(11) Javier Echevarría, Carta pastoral (6.10.2004, Un Dios cercano)
(12) Santo Tomás, Himno Adorote devote
(13) Javier Echevarría, Carta pastoral (6.10.2004, Con la luz de la fe)
(14) Misal Romano, Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, Secuencia Lauda Sion.
(15) San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 156
(16) Juan Pablo II, Adoración Eucarística (31.10.1982)
* Esta Solemnidad se remonta al siglo XIII. Primero fue establecida para la diócesis de Lieja, y el Papa Urbano IV la instituyó en 1264 para toda la Iglesia. El sentido de esta fiesta es la consideración y el culto a la presencia real de Cristo en la Eucaristía. El centro de la fiesta había de ser, según describía ya el Papa Urbano IV, un culto popular reflejado en himnos y alegría. Santo Tomás de Aquino, a petición del Papa, compuso para el día de hoy dos oficios en 1264, que han alimentado la piedad de muchos cristianos a lo largo de los siglos. La procesión de la Custodia por las calles engalanadas de muchos lugares testimonia la fe y el amor del pueblo cristiano hacia Cristo que vuelve a pasar por nuestras ciudades y pueblos. La procesión nació a la par que la fiesta.
En los lugares donde esta Solemnidad no es de precepto, se celebra -como día propio- el domingo siguiente a la Santísima Trinidad.