EL DÍA DEL SEÑOR


Domingo XII del tiempo ordinario          

          Estaba ya próxima la fiesta de Pentecostés del tercer año de la vida pública de Jesús. En otras ocasiones el Señor había subido a Jerusalén con motivo de esta celebración anual para predicar la Buena Nueva a las multitudes que llegaban a la Ciudad Santa en esta festividad. Esta vez -quizá para apartar un poco a los discípulos del ambiente hostil que se iba originando- busca abrigo en las tierras tranquilas y apartadas de Cesarea de Filipo.

           Y mientras caminaban (1), después de haber estado Jesús recogido en oración, como indica expresamente San Lucas (2), pregunta en tono familiar a sus más íntimos: ¿Quién dicen los hombres que soy Yo? Y ellos con sencillez le cuentan lo que oyen: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías...

          Bien conoce Jesús las voces que corren sobre su persona. Por eso, sin esperar a que los doce concluyan su respuesta, les formula  de nuevo la pregunta en tono más directo. Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?

          En la vida hay preguntas que si ignoramos su respuesta nada nos sucede. Poco o nada nos comprometen. Por ejemplo, la capital de un lejano país, el número de años de un determinado personaje... Hay otras cuestiones que sí es mucho más importante conocer y vivir: la dignidad de la persona humana, el sentido instrumental de los bienes terrenos, la brevedad de la vida... Pero existe una pregunta en la que no debemos errar,  pues nos da la clave de todas las verdades que nos afectan.

          Es la misma que Jesús hizo a los Apóstoles aquella mañana camino de Cesarea de Filipo: Y vosotros ¿quién decís que soy Yo? Entonces y ahora sólo existe una única respuesta verdadera: Tú eres el Cristo, el Ungido, el Mesías, el Hijo Unigénito de Dios. La Persona de la que depende toda mi vida; mi destino, mi felicidad, mi triunfo o mi desgracia,  se relacionan íntimamente con el conocimiento que de Ti tenga.

          Pedro vivirá un momento significativo en su camino espiritual en las inmediaciones de Cesarea de Filipo, cuando Jesús plantea a los discípulos una pregunta concreta: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?" (3). A Jesús no le basta una respuesta de oídas. De quien ha aceptado comprometerse personalmente con Él, quiere una toma de posición personal.  Por eso, insiste: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" (4). Es Pedro quien responde también por cuenta de los demás: "Tú eres el Cristo" (5), es decir, el Mesías. Esta respuesta, que no ha sido revelada ni por «la carne ni la sangre» de él, sino que ha sido ofrecida por el Padre que está en los cielos (6), contiene como la semilla de la futura confesión de fe de la Iglesia (7).

           Nuestra felicidad no está en la salud, en el éxito, en que se cumplan todos nuestros deseos... Nuestra vida habrá valido la pena si hemos conocido, tratado, servido y amado a Cristo. Todas las dificultades tienen arreglo si estamos con Él; ninguna cuestión tiene una solución definitiva si el Señor no es lo principal, lo que da sentido a nuestro vivir, con éxitos o con fracasos, en la salud y en la enfermedad.

          Nosotros, como ellos, «hemos de recorrer un camino de escucha atenta, diligente. Hemos de ir a la escuela de los primeros discípulos, que son sus testigos y nuestros maestros, y al mismo tiempo hemos de recibir la experiencia y el testimonio nada menos que de veinte siglos de historia surcados por la pregunta del Maestro y enriquecidos por el inmenso coro de las respuestas de fieles de todos los tiempos y lugares» (8).

          Nosotros, que quizá llevamos ya no pocos años siguiendo al Maestro, examinemos hoy en la intimidad de nuestro corazón qué significa Cristo para nosotros. Digamos como San Pablo: lo que tenía por ganancia, lo tengo ahora por Cristo como pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo... (9).

         Los Apóstoles, por boca de Pedro, dieron a Jesús la respuesta acertada después de dos años de convivencia y de trato. Las palabras del apóstol encierran una confesión decidida y diáfana, que constituye el preámbulo de uno de los actos más trascendentales de Cristo: la promesa de conferir  a Pedro la primacía sobre los demás apóstoles. Ni la prontitud de ánimo ni el temperamento impulsivo de Simón son la causa de esta firme declaración; su profesión de fe es fruto de una gracia especial del Cielo, que acaba de señalarlo como el fundamento y la roca sobre la que ha de asentarse la Iglesia de Cristo.

          “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos” (10).

         Este designio salvador de Cristo, que en aquella jornada reforzó la fe vacilante de los apóstoles y llenó de alegría sus corazones, ha continuado cimentando, a lo largo de los siglos, el edificio espiritual de la Iglesia de Dios. El Papa, sucesor de Pedro y heredero de su plena potestad como Vicario de Cristo en la tierra, es la Cabeza visible de la Iglesia, el fundamento de su unidad, el Maestro de la Verdad y el Juez Supremo de todos los cristianos. El Papa es,  en palabras de Santa Catalina de Siena,  el dulce Cristo en la tierra, el instrumento querido por el Señor para que, obedeciéndole y amándole, los cristianos tengan la certeza de obedecer y querer al mismo Jesucristo.

          Después de la confesión de Pedro, Jesús manifestó a sus discípulos por vez primera que el Hijo del hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas y ser muerto, y resucitar después de tres días. Hablaba de esto abiertamente (11). Pero éste era un lenguaje extraño para aquellos que habían visto tantas maravillas. Y Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle.

          Entonces el Señor, dirigiéndose a Pedro, pero con la intención de que todos lo oyeran, le habló con estas durísimas palabras: ¡Apártate de Mí, Satanás! Son las mismas con las que rechazó al demonio después de las tentaciones en el desierto (12). Uno por odio y otro por un amor mal entendido, intentaron disuadirlo de su obra redentora en la cruz, a la que se encaminaba toda su vida y que habría de traernos todos los bienes y gracias para alcanzar el Cielo.

          El amor de Dios a los hombres se manifestó enviando al mundo a su Hijo Unigénito para que nosotros vivamos por Él (13); con su Muerte nos dio la Vida. Cristo es el único camino para ir al Padre: nadie viene al Padre sino por Mí (14), declarará a sus discípulos en la Ultima Cena. Sin Él nada podemos (15).

          La preocupación primera del cristiano ha de consistir en vivir la vida de Cristo, en incorporarse a Él, como los sarmientos a la vid. El sarmiento depende de la unión con la vid, que le envía la savia vivificante; separado de ella, se seca y es arrojado al fuego (16). La vida del cristiano se reduce a ser por la gracia lo que Jesús es por naturaleza: hijos de Dios. Ésta es la meta fundamental del cristiano: imitar a Jesús, asimilar la actitud de hijo delante de Dios Padre.

          El Señor habla abiertamente de la Pasión. Por eso utiliza la imagen de «tomar la cruz» y seguirle. El dolor y cualquier clase de sufrimiento adquieren con Cristo un sentido nuevo, un sentido de amor y de redención. Con el dolor -la cruz- le acompañamos al Calvario; el sufrimiento, la contradicción... nos purifican y adquieren un valor redentor junto a los padecimientos de Cristo.

          La enfermedad, el fracaso, la ruina... junto a Cristo,  se convierten en un tesoro, en una «caricia divina» que no debemos desaprovechar, y que hemos de agradecer. ¡Gracias!, diremos con prontitud ante esas circunstancias adversas. El Señor quitará lo más áspero y más molesto a esa situación difícil. Por eso, estaremos atentos para darnos cuenta de dónde abandonamos la cruz. Normalmente la dejamos donde aparecen la queja, el malhumor o el ánimo triste.

          Las contrariedades, grandes o pequeñas, físicas o morales, aceptadas por Cristo y ofrecidas en reparación de la vida pasada, por el apostolado, por la Iglesia..., no oprimen, no pesan; por el contrario, disponen el alma para la oración, para ver a Dios en los pequeños sucesos de la vida, y agrandan el corazón para ser más generosos y comprensivos con los demás.

           Por el contrario, el cristiano que rehuye sistemáticamente el sacrificio no encontrará a Cristo en el camino de su vida, y tampoco encontrará la felicidad, que tan cerca está siempre del amor y del sacrificio. ¡Cuántos cristianos han perdido la alegría al final del día, no por grandes contradicciones, sino porque no han sabido santificar las pequeñas contrariedades que han ido surgiendo a lo largo de la jornada!

          Le decimos a Jesús que queremos seguirle, que nos ayude a llevar la cruz de cada día con garbo, unidos a Él. Le pedimos que nos acoja entre sus discípulos más íntimos. «Señor, le suplicamos: Tómame como soy, con mis defectos, con mis debilidades; pero hazme llegar a ser como Tú deseas» (17), como hiciste con Simón Pedro.

Juan Ramón Domínguez

(1)    Cfr. Mc 8, 27
(2)    Cfr. Lc 9, 18
(3)    Marcos 8,27
(4)     Marcos 8, 29
(5)     Ibídem
(6)    Cf. Mateo 16, 17
(7)    Benedicto XVI, Audiencia General 17.5. 2006
(8)    JUAN PABLO II, Audiencia general 7-I-1987
(9)    Flp 3, 7-8
(10) Mt, 16, 17-19
(11) Mc 8, 31-32
(12) Cfr. Mt 4, 10
(13) Jn 4, 9
(14) Jn 14, 6
(15) Cfr. Jn 15, 5.
(16) Cfr. Jn 15, 1-6
(17) JUAN PABLO I, Alocución 13-IX-1978