Segundo día de la JMJ. Para mí, este día empezó el jueves cuando a altas horas de la noche me iba a la cama con un dolor de pies enorme y en mi mente la ropa que iba a usar en la comida con el Santo Padre. El viernes ha empezado con el encuentro de las religiosas y profesores en El Escorial, donde estaba una comunidad de monjas que visito mucho y compartimos carismas: las Hijas del Amor Misericordioso.
Una hora antes del almuerzo con el Papa, ya estábamos esperándole en el hotel cercano a la Nunciatura. Entonces, mis padres me llamaron desde Ecuador para preguntar si tenía algún regalo para el Santo Padre. Desde luego que no lo tenía, pero en ese momento se me ocurrió escribirle una carta, donde le pedía oración por mi familia y todas las personas a las que representaba, tanto los jóvenes del continente americano, como de mis amigos españoles y de otras nacionalidades.
El momento anterior a la comida, todo era nerviosismo. Cuando nos pasaron del salón al comedor, era tal la expectación y la tensión, que el cardenal Antonio María Rouco se puso a charlar con nosotros y nos habló del trato amistoso que tenía con el Papa. De repente, escuchamos un saludo efusivo: «Buenos días». Y al volverr a mirar, descubrí a Su Santidad con una enorme sonrisa.
Después de presentarnos, pasamos a la mesa donde, imperaba un ambiente muy distendido y familiar, tanto, que no costó nada charlar con fluidez.
De la comida, además de la sonrisa cálida, los ojos encendidos del amor a Cristo y un buen apetito, me quedo con sus palabras: «Perseverad en la oración y sed testimonio alegre de la Verdad». Finalmente, tuvimos la oportunidad de entregarle los obsequios; en mi caso, la carta donde incluí una estampa de la Virgen de Medjugorje, una medalla de la Virgen Milagrosa y una chapa de la Virgen de la Almudena. Además de comentarle que llevaba la mitad de mi vida consagrado a la Virgen Dolorosa de Quito. Me quedo con una impresión de ternura y cercanía: siempre busca tus manos para cogértelas, con mucha suavidad y sencillez, tal cual lo hace un padre o una madre al abrazar a su hijo.
Por la tarde, después de varias entrevistas, pude llegar a casa, cambiarme y salir corriendo para estar en el Via Crucis, donde tuve la oportunidad de verle de nuevo muy de cerca. Pero lo más importante es que estábamos cientos de miles de personas para ver esa Verdad de la que nos habla el Santo Padre, esa Verdad única que se llama Jesucristo. Todo esto ha sido por Él.
El momento anterior a la comida, todo era nerviosismo. Cuando nos pasaron del salón al comedor, era tal la expectación y la tensión, que el cardenal Antonio María Rouco se puso a charlar con nosotros y nos habló del trato amistoso que tenía con el Papa. De repente, escuchamos un saludo efusivo: «Buenos días». Y al volverr a mirar, descubrí a Su Santidad con una enorme sonrisa.
Después de presentarnos, pasamos a la mesa donde, imperaba un ambiente muy distendido y familiar, tanto, que no costó nada charlar con fluidez.
De la comida, además de la sonrisa cálida, los ojos encendidos del amor a Cristo y un buen apetito, me quedo con sus palabras: «Perseverad en la oración y sed testimonio alegre de la Verdad». Finalmente, tuvimos la oportunidad de entregarle los obsequios; en mi caso, la carta donde incluí una estampa de la Virgen de Medjugorje, una medalla de la Virgen Milagrosa y una chapa de la Virgen de la Almudena. Además de comentarle que llevaba la mitad de mi vida consagrado a la Virgen Dolorosa de Quito. Me quedo con una impresión de ternura y cercanía: siempre busca tus manos para cogértelas, con mucha suavidad y sencillez, tal cual lo hace un padre o una madre al abrazar a su hijo.
Por la tarde, después de varias entrevistas, pude llegar a casa, cambiarme y salir corriendo para estar en el Via Crucis, donde tuve la oportunidad de verle de nuevo muy de cerca. Pero lo más importante es que estábamos cientos de miles de personas para ver esa Verdad de la que nos habla el Santo Padre, esa Verdad única que se llama Jesucristo. Todo esto ha sido por Él.