Bienaventurada tú que has creído (Lc 1,45)
La fe de María
Contemplemos hoy la fe de Santa
María. Antes de recibir el anuncio del Ángel, meditaba la Sagrada Escritura
y profundizaba en ella. Su entendimiento, sin la obscuridad producida por el
pecado y esclarecido por la fe y los dones del Espíritu Santo, meditaría con
hondura las profecías mesiánicas. Esta luz divina, y su amor sin límites a Dios
y a los hombres, le hacían anhelar la venida del Salvador con mayor vehemencia
que todos los justos que la habían precedido. El Señor se complacía en esa
oración llena de fe y de esperanza.
Cuando llegó la plenitud de los
tiempos, la Virgen recibe la embajada del Ángel: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo; bendita tú entre
las mujeres.[1]
Narra San Lucas que la Virgen
se turbó al escuchar el mensaje angélico, y se puso a meditar su contenido.[2] Dios había preparado su
corazón llenándola de gracia, y su libre cooperación a estos dones la convierte
en buena tierra para recibir la semilla divina. Inmediatamente prestó su
asentimiento pleno, abandonada en el Señor: Hágase
en mí según tu palabra.[3]
"En la Anunciación, María se
ha abandonado en Dios completamente, manifestando 'la obediencia de la fe' a Aquel que le
hablaba a través de su mensajero y prestando 'el homenaje del entendimiento y
de la voluntad'.[4]
Ha respondido, por tanto, con todo su 'yo' humano, femenino, y en esta
respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con 'la gracia de
Dios que previene y socorre' y una disponibilidad perfecta a la acción del
Espíritu Santo, que 'perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones'[5]"[6]. La Anunciación es el
momento cumbre de la fe de María: se hace realidad en su vida lo que tantas
veces había meditado en la intimidad de su corazón; "pero es además el
punto de partida, de donde inicia todo su 'camino hacia Dios', todo su camino
de fe".[7]
La Virgen nos muestra como el
Señor salió a su encuentro en ese momento inolvidable. El Señor sale siempre al encuentro de cada
persona humana. Dios sólo sabe contar hasta uno. El ejemplo de André Frossard
es ilustrativo.
"Eramos ateos
perfectos -cuenta este literato francés- de esos que ni se preguntan por su
ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la
religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos,
exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la
fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate
cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el
que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el
problema. (...).
Pero sin tener mérito
alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir
el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró:
"Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el
más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré. Me lo encontré
fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de
aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese,
en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies
de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito. Fue un momento de
estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios. Habiendo
entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en
busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no
era de la tierra".[8]
"Toda la vida cristiana consiste
en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe,
acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos
precede y nos reclama. Y el "sí" de la fe marca el comienzo de una
luminosa historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y
le da pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros
aceptemos su amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí,
transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no
vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2, 20)".[9]
Ésta es la primera consecuencia
de la fe en su vida: una plena obediencia a los planes de Dios. Así lo han
hecho los santos siguiendo el ejemplo de Santa María. Un botón de muestra es
esta anécdota de la vida de San Josemaría. "Un día, después de escuchar a
Itziar y a Tere Zumalde, que le cuentan dificultades diversas de los lugares
donde trabajan -una, en los Abruzos, en Italia; la otra, en Santiago de Chile-,
las anima, con su propia experiencia, a pasar por encima:
Os voy a contar una cosa.
En los años primeros de la fundación de la Obra, cuando muchos me tenían por
loco, yo no fui a buscar a un médico para que me diera un certificado de que
estaba bien de la cabeza. No. Yo, ajeno a las habladurías, seguí haciendo lo
que Dios quería, sin importarme ni poco ni mucho lo que dijeran de mí.
Otros decían que era un hereje.
Ante esas calumnias, tampoco me fui a buscar a unos teólogos -y los tenía,
entre mis amigos- para que acreditasen que lo que yo enseñaba no era herético.
Seguí trabajando por Dios, con la seguridad absoluta de que lo que estaba
haciendo era la Obra que Dios me había pedido... Hijas mías, actuad con la
lógica de Dios, porque luego ¡ya veréis los resultados!”[10]
Mirando a nuestra Madre del Cielo
vemos nosotros si la fe nos mueve a llevar a cabo la voluntad de Dios, sin
poner límites; a querer lo que Él quiere, cuando quiera y como quiera.
Examinemos cómo aceptamos las contrariedades normales de la jornada, cómo
amamos la enfermedad, el dolor, los planes que hemos de cambiar por
circunstancias imprevistas, el fracaso, todo aquello que es contrario a los
propios planes o modos de actuar... Pensemos si realmente los resultados
positivos y también estas realidades penosas o difíciles de llevar nos
santifican, o si, por el contrario, nos alejan del Señor.
Su vida de fe operativa
Su vida de fe operativa
La vida de María no fue fácil. No
le fueron ahorradas pruebas y dificultades, pero su fe saldrá siempre
victoriosa y fortalecida, convirtiéndose en modelo para nosotros. "Como
Madre, enseña; y, también como Madre, sus lecciones no son ruidosas. Es preciso
tener en el alma una base de finura, un toque de delicadeza, para comprender lo
que nos manifiesta, más que con promesas, con obras.
»Maestra de fe. ¡Bienaventurada tú, que has creído![11]
así la saluda Isabel, su prima, cuando Santa María sube a la montaña para
visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra[12]
En el Nacimiento de su Hijo contempla las grandezas de Dios en la tierra:
hay un coro de ángeles, y tanto los pastores como los poderosos de la tierra
vienen a adorar al Niño. Pero después la Sagrada Familia ha
de huir a Egipto, para escapar de los intentos criminales de Herodes. Luego, el
silencio: treinta largos años de vida sencilla, ordinaria, como la de un hogar
más de un pequeño pueblo de Galilea".[13]
En los años de Nazaret brilla en
silencio la fe de la
Virgen. El Hijo que Dios le ha dado es un niño que crece y se
desarrolla como el resto de los seres humanos, que aprende a hablar, a caminar
y a trabajar como los demás. Pero sabe que aquel niño es el Hijo de Dios, el
Mesías esperado durante siglos. Cuando lo contempla inerme en sus brazos, sabe
que es el Omnipotente. Sus relaciones con Él están llenas de amor, porque es su
hijo, y de respeto, porque es su Dios. Cuando salen de su boca las primeras
palabras entrecortadas, lo mira como a la Sabiduría infinita; cuando lo ve entretenido en
sus juegos de niño, o fatigado -después de una jornada de trabajo junto a José,
cuando ya es un adolescente-, reconoce en Él al Creador del cielo y de la
tierra.
La fe de Santa María alcanzó su
punto culminante en el Calvario. Sin palabras, con su sola presencia en el
Gólgota por designio divino,[15] manifiesta que la luz de
la fe alumbra con esplendor incomparable en su corazón.
Ilyas Khan, financiero musulmán
que vive en Londres al narrar su conversión se refiere a un hecho singular: su
encuentro con la Piedad de Miguel Ángel. "Estaba allí, pasando junto a la
Pietá en San Pedro, y recuerdo que volví literalmente sobre mis pasos atraído
por una combinación de varias cosas. Y pensé "este es Dios.
Realmente, este es Dios". Recordemos que una de las cosas que el
Islam tradicional ve como herejía es igualar a Jesús, mortal, con Dios. Ese es
el obstáculo más importante con el que un converso musulmán tiene que
enfrentarse, intelectual y emocionalmente. Pero en ese momento, ante la
Pietá, me di cuenta, a través de la pura emoción, que la verdad de nuestra
religión es simple y directa. Recuerdo ese momento con exctcitud, aún
me conmueve hasta las lágrimas: no había ninguna duda en mi mente. ¡Era tan
claro! Me temo que me sería imposible articular ese sentimiento con
simples palabras. Si hubo un antes y un después, ese fue el momento."[16]
Toda la vida de María fue una
obediencia a la fe. Contemplándola se comprende que "creer quiere decir
'abandonarse' en la verdad misma de la palabra de Dios viviente, sabiendo y
reconociendo humildemente '¡cuán insondables son sus designios e inescrutables
sus caminos!'[17].
María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede decirse,
en el centro mismo de aquellos 'inescrutables caminos' y de los 'insondables
designios' de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando
plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio
divino".[18]
"Nos falta fe. El día en que
vivamos esta virtud -confiando en Dios y en su Madre-, seremos valientes y
leales. Dios, que es el Dios de siempre, obrará milagros por nuestras manos.
-¡Dame, oh Jesús, esa fe,
que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!,
que sepa enfocar y dirigir todos los acontecimientos con una fe serena e
inconmovible".[19]
La fe de los cristianos
Hemos recorrido con Santa María
el año de la fe. Con la guía de Benedicto XVI
y de Francisco hemos recuperado el asombro ante la luz que el Señor nos
entrega.
Con nueva claridad hemos
contemplado que somos hijos de un Dios
que es Amor y Padre Todopoderoso, Señor de la historia que conduce todo hacia
la plenitud de la caridad. «En realidad, todas las alegrías auténticas, ya sean
las pequeñas del día a día o las grandes de la vida, tienen su origen en Dios,
aunque no lo parezca a primera vista, porque Dios es comunión de amor eterno,
es alegría infinita que no se encierra en sí misma, sino que se difunde en
aquellos que Él ama y que le aman. Dios nos ha creado a su imagen por amor y
para derramar sobre nosotros su amor, para colmarnos de su presencia y su
gracia».[20]
(Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Juventud, 15-III-2012).
El evangelio de hoy nos insta a
la vigilancia: Estad preparados porque a la
hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre[21]
El Adviento es tiempo de esperanza, de conversión. De abrir de par en par el
corazón a ese amor divino que se derrama de nuevo. Es tiempo de fe operativa.
Pidamos a Santa María que nos
ayude a acometer la conversión que el Señor nos pide en el Adviento que acaba
de comenzar. La novena nos ayudará a ello.
De su mano recordemos brevemente un modelo de fe operativa del evangelio
que nos puede servir de referencia: la curación del ciego de nacimiento. El
Señor prueba la fe de ese hombre poniendo barro en sus ojos e indicándole que
se lave en la piscina de Siloé a la que el ciego había acudido innumerables
veces.
"¡Qué ejemplo de fe
segura nos ofrece este ciego! Una fe viva, operativa. ¿Te conduces tú así con los
mandatos de Dios, cuando muchas veces estás ciego, cuando en las preocupaciones
de tu alma se oculta la luz? ¿Qué poder encerraba el agua, para que al
humedecer los ojos fueran curados? Hubiera sido más apropiado un misterioso
colirio, una preciosa medicina preparada en el laboratorio de un sabio
alquimista. Pero aquel hombre cree; pone por obra el mandato de Dios, y vuelve
con los ojos llenos de claridad.
Pareció útil -escribió San Agustín comentando este pasaje- que el Evangelista
explicara el significado del nombre de la piscina, anotando que quiere decir
Enviado. Ahora entendéis quién es este Enviado. Si el Señor no hubiese sido
enviado a nosotros, ninguno de nosotros habría sido librado del pecado.[22] Hemos de creer con fe
firme en quien nos salva, en este Médico divino que ha sido enviado
precisamente para sanarnos. Creer con tanta más fuerza cuanta mayor o más
desesperada sea la enfermedad que padezcamos".[23]
Cuentan que la flota romana se
debatía en medio de la tempestad. En esa situación, Julio César observó que un
oficial de su ejército temblaba ostensiblemente. Dirigiéndose a él exclamó:
¿Por qué tiemblas, no sabes que estás en la nave del César? Junto a María
recuperamos la serenidad, la paz y la alegría. Ella nos acompaña siempre y nos
recuerda que, si estamos en gracia, tenemos a Dios en el corazón y contamos
también con el aliento del Señor desde el sagrario más próximo.
Aprendamos de la fe de María. Una
fe plena que le empuja a aceptar con diligencia todo lo que el Señor le propone
y a ponerse enteramente a su disposición. Esta es la primera obra de la fe
viva: una disponibilidad absoluta y una obediencia rendida a la voluntad de
Dios. Hay una estrecha conexión entre la fe, la humildad y la obediencia.
El Año de la fe nos ha ofrecido
una ocasión magnífica para profundizar en el tesoro divino recibido, para
difundirlo a nuestro alrededor y dar un fuerte impulso a la nueva
evangelización comenzando con nuestra mejora diaria. Prosigamos en la tarea de
redescubrir el gozo y la seguridad de la fe.
Recordemos el ejemplo de
los primeros cristianos, tan unidos a Santa María. "Eran pocos, carecían
de medios humanos, no contaban entre sus filas –así sucedió, al menos, durante
mucho tiempo– con grandes pensadores o gentes de relieve público. Se
desenvolvían en un ambiente social de indiferentismo, de carencia de valores,
semejante, en muchos aspectos, al que nos toca ahora afrontar. Sin embargo, no
se amedrentaron. «Tuvieron una conversación maravillosa con todas las personas
a las que encontraron, a las que buscaron, en sus viajes y peregrinaciones. No
habría Iglesia, si los Apóstoles no hubieran mantenido ese diálogo sobrenatural
con todas aquellas almas».[24] Mujeres y hombres, sus contemporáneos,
experimentaron una profunda transformación al ser tocados por la gracia divina.
No se adhirieron simplemente a una nueva religión, más perfecta que las que ya
conocían, sino que, por la fe, descubrieron a Jesucristo y se enamoraron de Él,
del Dios-Hombre que se había entregado en sacrificio por ellos y había resucitado
para abrirles las puertas del Cielo. Este hecho inaudito penetró con enorme
fuerza en las almas de aquellos primeros, confiriéndoles una fortaleza a prueba
de cualquier quebranto. «Ninguno ha creído a Sócrates hasta morir por su
doctrina –anotaba sencillamente san Justino a mediados del siglo II–; pero, por
Cristo, hasta los artesanos y los ignorantes han despreciado, no sólo la
opinión del mundo, sino también el temor de la muerte».[25]
En un mundo que anhelaba
ardientemente la salvación, sin saber dónde encontrarla, la doctrina cristiana
se abrió paso como una luz encendida en medio de la obscuridad. Aquellos
primeros supieron, con su comportamiento, hacer brillar ante sus conciudadanos
esa claridad salvadora y se convirtieron en mensajeros de Cristo –sencillamente,
con naturalidad, sin alardes llamativos– con la coherencia entre su fe y sus
obras. «Nosotros no decimos cosas grandes, pero las hacemos»[26], escribió uno de ellos. Y
cambiaron el mundo pagano.
En la Carta apostólica que
dirigió a toda la Iglesia, en preparación del gran jubileo del año 2000, el
beato Juan Pablo II explicaba que «en Cristo la religión ya no es un
"buscar a Dios a tientas"[27], sino una respuesta de fe
a Dios que se revela: respuesta en la que el hombre habla a Dios como a su
Creador y Padre; respuesta hecha posible por aquel Hombre único que es al mismo
tiempo el Verbo consustancial al Padre, en quien Dios habla a cada hombre y
cada hombre es capacitado para responder a Dios»[28]". [29]
Pidamos al Señor, por intercesión
de Santa María, que nos aumente la fe: una fe que se manifieste en una oración
perseverante, en obras de lucha personal,
de servir diligentemente a los demás (en la familia, en
el trabajo, en todos los ámbitos de nuestra vida), de esfuerzo perseverante
para terminar mejor el trabajo.
Todo era demasiado rígido
y frío cuando una brisa cálida llegó a la escuela. Había un nuevo maestro, el
profesor Kitting. La película es conocida por todos: El club de los poetas
muertos.
Kitting es consciente de tener
delante a un grupo grande de muchachos llenos de vida. Dieciséis años, todo
futuro, grandes proyectos aplanados por la visión bidimensional de una escuela
anquilosada.
El nuevo docente conduce a todos los alumnos fuera del aula. Estupor
generalizado. ¿Dónde nos lleva? Jamás ha pasado nada semejante. En la zona
noble del colegio, donde se reciben a las familias cuando hay visitas o se
realizan las entrevistas de padres, fotos de antiguos alumnos (algunas muy
antiguas, de hace más de 100 años) cuelgan de las paredes. Kitting enardece los
corazones jóvenes que escuchan con atención su discurso.
Un tema: ellos fueron jóvenes como vosotros... y están muertos; están
criando malvas. Sí: están bajo tierra y bajo tierra gritan, como en susurros,
al oído de cada alumno, que vivan el momento, que aprovechen... ¡carpe diem!
Porque tanta fuerza y tanta vida no pueden quedar sofocadas por la pereza, por
el temor a luchar.
Santa María nos anima a luchar.
De ello depende nuestra santidad personal y la nueva evangelización alentada
por el Papa. Recordad las palabras que San Josemaría repetía con frecuencia:
"De que tu y yo nos portemos como Dios quiere, no lo olvides, dependen
muchas cosas grandes".
Juan Ramón Domínguez
[1]
Lc 1, 28
[2]
Lc 1, 29
[3]
Lc 1, 38
[4]
Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 5
[5]
ibid.
[6]
Beato Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 13
[7]
Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma 2013, n. 2
[9]
Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma 2013, n. 2
[10]
Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere
[11]
Lc. 1, 45
[12]
Lc. 1, 38
[13]
San Josemaría, Amigos de Dios, 284
[14]
San Josemaría, Es Cristo que pasa, 148
[15]
Concilio Vaticano II, Lumen gentium,
58
[17]
Rom 11, 33
[18]
Beato Juan Pablo II, o. c. , 14
[19]
San Josemaría, Forja, 235
[20]
Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Juventud, 15-III-2012
[21]
Mt 24, 44
[22] S. Agustín, In Ioannis Evangelium
tractatus, 44, 2 (PL 35, 1714).
[23]
San Josemaría, Amigos de Dios, 193
[24]
San Josemaría, Carta 24-X-1965, 13.
[25]
San Justino, Apología 2, 10 (PG 6, 462).
[26]
Minucio Félix, Octavio, 38 (PL 3, 357).
[27]
cfr. Hch 17, 27
[28]
Beato Juan Pablo II, Carta apost. Tertio Millennio Adveniente, 6.
[29]
Javier Echevarría, carta 29.9.12, n. 11