6 Encontraron a María, a José y al Niño

Día sexto

Encontraron a María, a José y al Niño (Lc 2, 16)   
Jesús quiso comenzar la Redención del mundo enraizado en una familia.


La familia del Hijo de Dios


Cuando cumplieron todas las cosas ordenadas en la Ley del Señor regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.[1]
El Mesías quiso comenzar su tarea salvadora en el seno de una familia sencilla, normal. Lo primero que santificó Jesús con su presencia fue un hogar. Nada ocurre de extraordinario en estos años de Nazaret, donde Jesús pasa la mayor parte de su vida.

José era el cabeza de familia; como padre legal, era quien sostenía a Jesús y a María con su trabajo. Es él quien recibe el mensaje del nombre que ha de poner al Niño; y los que tienen como fin la protección del Hijo: Levántate, toma al Niño y huye a Egipto. Levántate, toma al Niño y vuelve a la patria. No vayas a Belén, sino a Nazaret.[2] De él aprendió Jesús su propio oficio, el medio de ganarse la vida. Jesús le manifestaría muchas veces su admiración y su cariño.

De María, Jesús aprendió formas de hablar, dichos populares llenos de sabiduría, que más tarde empleará en su predicación. Vio cómo Ella guardaba un poco de masa de un día para otro, para que se hiciera levadura; le echaba agua y la mezclaba con la nueva masa, dejándola fermentar bien arropada con un paño limpio. Cuando la Madre remendaba la ropa, el niño la observaba. Si un vestido tenía una rasgadura buscan a Ella un pedazo de paño que se acomodase al remiendo. Jesús, con la curiosidad propia de los niños, le preguntaba por qué no empleaba una tela nueva; la Virgen le explicaba que los retazos nuevos cuando se mojan tiran del paño anterior y lo rasgan; por eso había que hacer el remiendo con un paño viejo... Los vestidos mejores, los de fiesta, solían guardarse en arca. María ponía gran cuidado en meter también determinadas plantas olorosas para evitar que la polilla los destrozara. Años más tarde, esos sucesos aparecerán en la predicación de Jesús. No podemos olvidar esta enseñanza fundamental para nuestra vida corriente: "la casi totalidad de los días que Santa María pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!".[3]

Entre  María y José había cariño santo, espíritu de servicio, comprensión y deseos de hacerse la vida feliz mutuamente. Así es la familia de Jesús: sagrada, santa, ejemplar, modelo de virtudes humanas, dispuesta a cumplir con generosidad la voluntad de Dios. El hogar cristiano debe ser imitación de Nazaret: un lugar donde quepa Dios y pueda estar en el centro del amor que todos se tienen.

"Unidos por la misma fe en Cristo -decía Benedicto XVI en Valencia-, nos hemos congregado aquí, desde tantas partes del mundo, como una comunidad que agradece y da testimonio con júbilo de que el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios para amar y que sólo se realiza plenamente a sí mismo cuando hace entrega sincera de sí a los demás. La familia es el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y recibir amor. Por eso la Iglesia manifiesta constantemente su solicitud pastoral por este espacio fundamental para la persona humana. Así lo enseña en su Magisterio, en el Catecismo: “Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer, los ha llamado en el Matrimonio a una íntima  comunión de vida y amor entre ellos, "de manera que ya no son dos, sino una sola carne".[4]

                Aunque bueno, era inexperto. Todavía no había cumplido cinco años de sacerdote cuando le pidieron que celebrara unas bodas de oro. Habían tenido cuatro hijos y ahora estaban felices con sus trece nietos. Para ellos, como no podía ser de otra manera, se trataba de una celebración muy especial. Quedó con ellos un sábado a las cinco, para prepararlo todo.

Acudieron puntuales. La parroquia estaba cerquita de casa. Vinieron paseando. Una escena que siempre llama la atención: cincuenta años juntos, más el tiempo del noviazgo, quizá ya antes fueran amigos... y aún siguen caminando dados de la mano.

Don Javier les atendió con mucho cariño. Estaba muy ilusionado con la celebración de dos personas que durante tantos años han permanecido fieles al amor. Sin embargo, como decíamos, era inexperto.

Mediada la conversación, el sacerdote les preguntó si aún se querían como el primer día. Pilar lo miró con ternura como imaginando que fuera su nieto mayor y le contestó llena de confianza: don Javier, ¡qué cosas tiene! ¿Cómo quiere que nos amemos igual que el primer día después de los hijos, las dificultades, los nietos, las enfermedades, discusiones, alegrías, proyectos? Si nos quisiéramos como entonces, seríamos muy tontos e infelices. ¡Nos queremos muchísimo más! Lo entiende, ¿verdad?

Con la ayuda de María contemplamos que el matrimonio es mucho más que una solución legal para la soledad, para la descendencia del varón o para la protección de la mujer. Es el sacramento del amor, es la escuela de la caridad, porque, como decía Pilar, día a día el afecto crece: a golpe de sufrimientos y alegrías compartidas, a fuerza de dificultades superadas. El matrimonio es una vocación divina. Tan vocación –llamada personalísima de Dios– como la de un sacerdote, o una religiosa, o de quien permanece célibe por servir a Dios y a las almas.

                Esposos y padres

                Contemplemos a la Sagrada Familia. ¿Es así nuestro hogar? ¿Le dedicamos el tiempo y la atención que merece? ¿Es Jesús el centro? ¿Nos desvivimos por los demás? Son preguntas que pueden ser oportunas en este día de la novena.
                Poco antes de casarme -cuenta una señora- mi párroco me previno sobre las dificultades que me esperaban con un compañero que no pertenecía a la Iglesia Católica.

                Yo lo haré católico, dije jactanciosamente. -No se puede hacer católico a nadie, hijita mía, -me respondió. Eso es un don de Dios. Sólo se puede desear que las personas vean la misma luz que nosotros vemos rezando por ellas y dando buen ejemplo.


                Mis suaves insinuaciones a mi marido, en los primeros tiempos de casada, pronto se transformaron en constantes impertinencias. Mi lengua se mudó en látigo. Un día mi esposo, en el colmo de la irritación, me replicó: -Si tú eres un ejemplo de catolicismo, jamás seré católico.


                En ese instante comprendí el sentido de las palabras de mi párroco. Dejé de hablar de religión y comencé a practicarla. Pasó el tiempo y al fin, mi marido pidió el bautismo.

                En los encuentros multitudinarios que tuvo San Josemaría con familias del mundo entero enseñaba que el matrimonio es vocación cristiana a la santidad y solía repetir un comentario revelador: Tu camino al cielo -le decía a la mujer- tiene un nombre: el de tu marido. Y dirigiéndose al esposo afirmaba: Tu camino al Cielo tiene un nombre: el de tu mujer.

                "Evitad la soberbia, que es el mayor enemigo de vuestro trato conyugal: en vuestras pequeñas reyertas, ninguno de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de decir una palabra, que contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde -a solas- reñid, que ya haréis en seguida las paces.

                Pensad vosotras en que quizá os abandonáis un poco en el cuidado personal, recordad con el proverbio que la mujer compuesta saca al hombre de otra puerta: es siempre actual el deber de aparecer amables como cuando erais novias, deber de justicia, porque pertenecéis a vuestro marido: y él no ha de olvidar lo mismo, que es vuestro y que conserva la obligación de ser durante toda la vida afectuoso como un novio. Mal signo, si sonreís con ironía, al leer este párrafo: sería muestra evidente de que el afecto familiar se ha convertido en heladora indiferencia.[5]

                Una mujer de 35 años, madre de tres hijos contaba un día a una amiga suya: "Ayer, por la tarde mi marido me hizo ayer un gran regalo de cumpleaños"

                Y le explicó: "Ayer fuimos a la consulta del médico con mi hija de 7 años para que la tratara de una enfermedad infantil. Me acompañaba mi marido. La consulta estaba atendida por una enfermera joven, atenta, rubia y muy guapa. Mi marido no la miró ni una sola vez.

                Al mediodía, me había me había traído unas flores muy bonitas y había tenido otros detalles conmigo.Pero, para mí, el mejor regalo fue su actitud con la enfermera en la consulta del médico. Comprendí que está muy enamorado de mí y que, cada día, me quiere más".[6]

                En la familia, "los padres deben ser para sus hijos los primeros educadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo".[7] Esto se cumplió de manera singular en el caso de la Sagrada Familia. Jesús aprendió de sus padres el significado de las cosas que le rodeaban.


                La Sagrada Familia recitaría con devoción las oraciones tradicionales judías, pero en aquella casa todo lo que se refería a Dios particularmente tenía un sentido y un contenido nuevo. ¡Con qué fervor y recogimiento repetiría Jesús los textos de la Sagrada Escritura que los niños hebreos tenían que aprender![8] Recitaría muchas veces estas oraciones aprendidas de labios de sus padres.


                Al meditar estas escenas, los padres han de considerar con frecuencia las palabras del Papa Pablo VI recordadas por Juan Pablo II: "¿Enseñáis a vuestros niños las oraciones del cristiano? ¿Preparáis, de acuerdo con los sacerdotes, a vuestros hijos para los sacramentos de la primera edad confesión, comunión, confirmación? ¿Los acostumbráis, si están enfermos, a pensar en Cristo que sufre? ¿Rezáis el Rosario en familia? (....) ¿Sabéis rezar con vuestros hijos, con toda la comunidad doméstica, al menos alguna vez? Vuestro ejemplo en la rectitud del pensamiento y de la acción, apoyado por alguna oración común, vale una lección de vida, vale un acto de culto de mérito singular; lleváis de este modo la paz al interior de los muros domésticos: Pax huic domui. Recordad: así edificáis la Iglesia".[9]


                Los hogares cristianos, si imitan el hogar de Nazaret, serán "hogares luminosos y alegres", porque cada miembro de la familia se esforzará en primer lugar en su oración, y con espíritu de sacrificio procurará una convivencia más amable cada día. Su eficacia apostólica será extraordinaria en todos los ambientes.


                La familia es escuela de valores y lugar ordinario donde hemos de encontrar a Dios."La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás, a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria.


                "Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las demás: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría ...".[10]
                Estas virtudes fortalecerán la unidad que la Iglesia nos enseña a pedir: Tú, que al nacer en una familia fortaleciste los vínculos familiares, haz que las familias vean crecer la unidad.[11]

                La Sagrada Familia referencia para la familia humana

                Una familia unida a Cristo es un miembro de su Cuerpo místico, y ha sido llamada "iglesia doméstica".[12] Esa comunidad de fe y de amor se ha de manifestar en cada circunstancia, como la Iglesia misma, como testimonio vivo de Cristo. "La familia cristiana proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino, como la esperanza de la vida bienaventurada".[13] La fidelidad de los esposos a su vocación matrimonial les llevará también a pedir la vocación de sus hijos para dedicarse con abnegación al servicio del Señor.

En la Sagrada Familia cada hogar cristiano tiene su ejemplo más acabado; en ella, la familia cristiana puede descubrir qué debe hacer y cómo comportarse, para alcanzar la plenitud humana y cristiana de sus miembros. "Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida".[14]


La familia es célula básica de la sociedad. Es la principal "escuela de todas las virtudes sociales". Es el semillero de la vida social, pues es en la familia donde se ejercita la obediencia, la preocupación por los demás, el sentido de responsabilidad, la comprensión y ayuda, la coordinación amorosa entre las diversas maneras de ser. Esto se realiza especialmente en la familia numerosa, siempre alabadas por la Iglesia.[15] De hecho, se ha comprobado que la salud de una sociedad se mide por la salud de las familias. Los ataques directos a la familia son también ataques directos a la sociedad misma y sus resultados no se hacen esperar.

                "Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, sea también Madre de la "iglesia doméstica", y, gracias a su ayuda materna, cada familia cristiana pueda llegar a ser verdaderamente una pequeña Iglesia de Cristo. Sea ella, Esclava del Señor, ejemplo de acogida humilde y generosa de la voluntad de Dios; sea ella, Madre Dolorosa a los pies de la Cruz, la que alivie los sufrimientos y enjugue las lágrimas de cuantos sufren por las dificultades de sus familias.

                "Que Cristo Señor, Rey del universo, Rey de las familias, esté presente, como en Caná, en cada hogar cristiano para dar luz, alegría, serenidad y fortaleza".[16]





[1] Lc 2, 39 - 40
[2] Mt 2, 13
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 148.
[4] Benedicto XVI, Encuentro Mundial de las Familias, 8.7.2006
[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 26
[7] CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 11.
[8] Cfr. Sal 55, 18; Dn 6, 11; Sal 119.
[9] Beato Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 60.
[10] Ibídem, 23.
[11] Preces. II Vísperas del día 1 de enero.
[12] CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 11.
[13] Ibídem, 35.
[14] PABLO VI, Aloc. Nazaret, 5 - I - 1964 .
[15] Cfr. CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 52.
[16] Beato Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 86.