7 Una espada traspasará tu alma

Día séptimo
Una espada traspasará tu alma (Lc 2, 35)

                El dolor de María y el de Jesús

                La piedad cristiana meditó desde antiguo la escena de Santa María al pie de la Cruz de su Hijo, donde se cumplen las palabras proféticas de Simeón: una espada atravesará tu corazón. Hacia el siglo XIII aparece la secuencia Stabat Mater dolorosa, que recoge el valor correndentor de los sufrimientos de María

                ¡Oh Madre, fuente de amor!, // hazme sentir tu dolor // para que llore contigo: // y que, por mi Cristo amado, // mi corazón abrasado // más viva en Él que conmigo.[1]

                Quiso el Señor asociar a su Madre a la obra de la Salvación, haciéndola partícipe de su dolor supremo. Al contemplar en la Novena este sufrimiento corredentor de María, nos invita la Iglesia a ofrecer, por la salvación propia y la ajena, los mil dolores, casi siempre pequeños, de la vida, y las mortificaciones voluntarias. María, asociada a la obra de salvación de Jesús, no sufrió sólo como una buena madre que contempla a su hijo en los mayores sufrimientos y en la misma muerte. Su dolor tiene el mismo carácter que el de Jesús: es un dolor redentor. El sufrimiento de María eleva sus actos hasta el punto de que todos ellos, en unión estrechísima con su Hijo, tienen un valor extraordinario.

                El dolor de María nos invita a interpelarnos por su sentido. El periodista Vittorio Messori plantea a Juan Pablo II el escándalo del mal y del dolor. ¿Cómo es posible que un Dios tan bueno permita su existencia?¿Por qué razón permite la bondad divina el sufrimiento de los inocentes?. La respuesta del Papa es inolvidable. Dios no es insensible ante todo esto. Su respuesta es asombrosa. Se hace hombre por nosotros y entrega su vida en la Cruz.

                La vocación cristiana es extraordinaria, llena de felicidad y, al mismo tiempo el sacrificio y la cruz son compañeros inseparables del camino.  Aquí tenéis un botón de muestra. Óscar ha concentrado en seis años de matrimonio lo que muchos no contarán ni en sus Bodas de Plata: una grave enfermedad, la pérdida de su trabajo, la creación de una empresa, cuatro hijos y uno en camino. Así, con 33 años, ha madurado a marchas forzadas y cambiado puntos de vista, antes inamovibles.

                 “Cuando estás por los suelos, sólo tienes dos opciones o levantarte o ahogarte en tu desgracia. Yo he pasado momentos en los que ya no podía tirar de fuerza de voluntad pero tenía otras fuentes de energía externas: mi hogar y Dios. Los cristianos tenemos unas agarraderas tan fuertes que levantarte, si no fácil, tampoco es imposible. Es casi una cuestión de honestidad con uno mismo, de cumplir con lo que se es: padre, esposo, cristiano”.[2]

                Son cosas que no pasan todos los días, pero a veces pasan y son noticia. A mediados del siglo XIX, en concreto por el año 1834, un modesto pintor asistía a una subasta de objetos de arte en la que se ponía a la venta un viejo Crucifijo, sucio y polvoriento, por el que un individuo ofrecía una cantidad bastante baja. Al pintor le dolieron las bromas que hicieron algunos de los presentes a costa del Señor y se animó a ofrecer un poco más de dinero para quedarse con la talla, cosa que le resultó muy fácil pues nadie pujó ni un franco más.

                Al día siguiente se puso a limpiarlo con un cepillo y encontró grabado a sus pies el nombre de Benvenuto Cellini, el gran artista florentino. La Cruz, según se supo después, procedía del saqueo popular del palacio de Versalles durante la revolución francesa. La Cruz es un tesoro pues nos habla de amor inmenso que Dios nos tiene.

                Nunca comprenderemos del todo la inmensidad del amor de María por Jesús, causa de sus dolores. Por eso, la Liturgia también aplica a la Virgen dolorosa las palabras del profeta Jeremías: Oh vosotros, cuantos por aquí pasáis, mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor, al dolor con que soy atormentada.[3]

                Su amor a Jesús le permitió sufrir los padecimientos de su Hijo como propios. Cuanto más se ama a una persona, más se siente su pérdida. "Más aflige la muerte de un hermano que la de un irracional, más la de un hijo que la de un amigo. Ahora bien (...), para comprender cuán grande fue el dolor de María en la muerte de su Hijo, habría que conocer la grandeza del amor que le tenía. Y ¿quién podrá nunca medir tal amor?".[4]

                El mayor dolor de Cristo, el que le sumió en profunda agonía en Getsemaní, el que le hizo sufrir como ningún otro, fue el conocimiento profundo del pecado como ofensa a Dios y de su maldad frente a la santidad de Dios. Y la Virgen penetró y participó más que ninguna otra criatura en este conocimiento de esa maldad. María se vio anegada en un mar de dolor. Además, el Señor subió a la Cruz con el peso de todos los dolores que aquejan a la humanidad y los convirtió en un tesoro.

                Al considerar que nuestros pecados no son ajenos, sino parte activa, en este dolor de Nuestra Madre, le pedimos hoy que nos ayude a compartir su dolor, a sentir un profundo horror a todo pecado, a ser más generosos en la reparación por nuestros pecados y por los que todos los días se cometen en el mundo. Y también que nos ayude a entender el valor  cristiano del sacrificio, la mortificación y la cruz.

                La mortificación  y la cruz en la vida del cristiano

                El Señor llama bienaventurados, felices y dichosos a sus discípulos si escuchan sus palabras y las ponen en práctica. Y al mismo tiempo señala como necesario el camino de la cruz: "Si alguno quiere venir en pos de Mi niéguese a si mismo, cargue con su cruz y sígame".[5]

                Al contemplar a Santa María entendemos que la certeza de su amor se manifiesta en su sacrificio que alcanza su cenit junto a la Cruz de su Hijo. Junto a Ella los cristianos han entendido la necesidad de la Cruz que va unida inseparablemente a la alegría y la paz.

                Recordemos el ejemplo de Juan Pablo II en su larga enfermedad llevada con una fortaleza y alegrías extraordinarias. La cruz señala también la vida de San Josemaría. Parafraseando el ¿Ningún día sin carta? (nulla dies sine littera) de Cicerón, construye su lema cotidiano: nulla dies sine cruce. Un slogan que no es un deseo masoquista sino una prueba, tan infalible como que donde hay fuego hay calor. Pero un slogan alegrado -no rebajado, ni abaratado- anteponiéndole dos palabras -in laetitia-, que denotan un talante, un garbo, una amable música de fondo en el vivir.

                Y como es un test contrastado a golpes de cruz, cuando transcurre una jornada sin crestas de adversidades, el Padre se extraña, va junto al sagrario y pregunta: ¿Qué te pasa conmigo, Señor? ?Es que ya no me quieres?[6]

                En alguna ocasión, el dolor y la mortificación los encontramos en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en un desastre económico, en la muerte de un ser querido, en incomprensiones, en injusticias graves. Pero lo normal será que nos encontremos con pequeñas contrariedades que se atraviesan en el trabajo, en la convivencia; puede ser un imprevisto con el que no contábamos, el carácter de una persona con la que necesariamente hemos de convivir, planes que hemos de cambiar a última hora, instrumentos de trabajo que se estropean cuando más nos eran necesarios, dificultades producidas por el frío o el calor, pequeñas incomprensiones, una leve enfermedad que nos hace estar con menos capacidad de trabajo ese día...


                Estas contrariedades pueden ser, cada día, ocasión de crecer en espíritu de mortificación, paciencia, caridad, santidad en definitiva, o bien pueden ser motivo de rebeldía, de impaciencia o de desaliento. La contrariedad -pequeña o grande- aceptada produce paz y gozo en medio del dolor; cuando no se acepta, el alma queda desentonada o con una íntima rebeldía que sale enseguida al exterior en forma de tristeza o de malhumor.

                Es buena práctica repasar nuestras obligaciones cotidianas y entresacar una relación de vencimientos de mortificaciones pequeñas que nos ayuden a cumplir amorosamente nuestros deberes cotidianos.


                El centurión está asombrado al contemplar a María al pie de la Cruz. La fortaleza de nuestra Madre en ese momento nos habla del sacrificio escondido y silencioso de toda su vida.

                Aprender de María a valorar el sacrificio y la cruz de cada día

                La contemplación de los dolores de María nos impulsa a aceptar los sufrimientos y contrariedades de la vida para purificar nuestro corazón y corredimir con Cristo. La Virgen nos enseña a no quejarnos de los males, pues Ella jamás lo hizo; nos anima a unirlos a la Cruz de su Hijo y convertirlos en un bien para la propia familia, para la Iglesia, para toda la Humanidad.

                El dolor que hemos de santificar consiste, con frecuencia,  en las pequeñas contrariedades diarias: esperas que se prolongan, cambios de planes, proyectos que no se realizan... Otras veces se presentará en forma de pobreza, de carencia incluso de lo necesario, en la falta quizá de un empleo con el que sacar la familia adelante. Y esta pobreza será un gran medio para unirnos más a Cristo, para imitarle en su desprendimiento absoluto de las cosas, incluso de las necesarias. Miraremos a la Virgen y hallaremos consuelo y fuerzas para seguir adelante con paz y serenidad.

                Donde más fácilmente encontraremos la mortificación es en las cosas ordinarias y corrientes: en el trabajo intenso, constante y ordenado; sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia por acabar con perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos heroicos el día; en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de penitencia... Tiene espíritu de penitencia el que sabe vencerse todos los días, ofreciendo al Señor, sin espectáculo, mil cosas pequeñas.[7]

                También puede llegar la enfermedad, y pediremos la gracia de verla como un tesoro, una caricia de Dios, y de dar gracias por el tiempo en el que quizá no supimos apreciar del todo el don de la salud. La enfermedad, en cualquiera de sus formas puede ser la piedra de toque que muestre la solidez del amor al Señor y de la confianza en Él. Mientras estamos enfermos podemos crecer más rápidamente en las virtudes, principalmente en las teologales: en la fe, pues aprendemos a ver también en ese estado la mano providente de nuestro Padre Dios; en la esperanza, pues siempre estamos en sus manos, pero especialmente cuando más débiles y necesitados nos encontramos; en la caridad, ofreciendo el dolor, siendo ejemplares en la alegría con que amamos ese estado que Dios quiere o permite para nuestro bien.

                Cuando sintamos que la carga se nos hace demasiado pesada para nuestras pocas fuerzas, recurriremos a Santa María en demanda de auxilio y de consuelo, pues Ella sigue siendo la amorosa consoladora de tantos dolores físicos y morales que afligen y atormentan a la humanidad. Ella conoce bien nuestros dolores y nuestras penas, pues también Ella ha sufrido desde Belén hasta el Calvario: una espada te traspasará el corazón. María es nuestra Madre espiritual, y la madre comprende siempre a sus hijos y les consuela en sus necesidades.

                Por otro lado, Ella ha recibido de Jesús en la Cruz la misión específica de amarnos, sólo y siempre amarnos para salvarnos. María nos consuela sobre todo mostrándonos el crucifijo y el paraíso (...).
                Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento?. Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo.[8]


                Esta luz de valor cristiano de la mortificación en la cruz debemos difundirla con valentía por todas partes. Abundan las personas que realizan notables sacrificios voluntarios sólo por motivos humanos, elevados o menos nobles. Con tal de mejorar la forma física, o la buena presencia, ayunan, se sujetan a una dieta, practican gimnasias estenuantes y no eluden incluso dolorosas intervenciones qirúrgicas.  Sin embargo, esos mismos o otros muchos no comprenden el sentido cristiano de la mortificación. En el fondo, no es tanto el hecho de la mortificación lo que no entienden -ellos soportan cosas más duras-, sino la finalidad. Si se practica por la salud del cuerpo o por la vanidad, les parece lógico; pero si se practica por el progreso del alma y por amor a Dios y a los demás, les resulta absurdo, e incluso se escandalizan.[9]

                "Oh Madre Consoladora, consuélanos a todos, haz que todos comprendamos que la clave de la felicidad está en la bondad y en el seguimiento fiel de tu Hijo Jesús"[10]. Él sabe siempre cuál es el camino mejor para cada uno, en el que debemos seguirle.






[1] Secuencia de la Misa. Himno Stabat Mater.
[3] Lm 1, 12.
[4] SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Las glorias de María,2, 9.
[5] Mt 16, 24
[6] Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, Rialp
[7] San Josemaría en Gran enciclopedia Rialp 16, 336
[8] San Josemaría, Via Crucís 1.1
[9] Álvaro del Portillo, Carta Pastoral, III.92, n. 42
[10] Homilía Beato Juan Pablo II, 13 - IV - 1980.