Domingo primero de Cuaresma. Deuteronomio 26,4-10; Romanos 10,8-13; Lucas 4,1-13.
El miércoles de Ceniza comenzó la Cuaresma, tiempo de penitencia y de renovación interior para preparar la Pascua del Señor. [1] La liturgia de la Iglesia nos invita sin cesar durante estos cuarenta días a purificar nuestra alma y a recomenzar de nuevo.
En realidad, la invitación a la conversión está en la entraña de la predicación constante del Señor. Los evangelistas recuerdan su exhortación frecuente: “Convertíos y creed en el Evangelio”. Estas palabras se escuchan con un particular acento en este tiempo. El amor de Dios nos urge. El Señor nos insta a avivar el paso, a buscar la plenitud de vida cristiana, la santidad en la vida ordinaria y corriente.
En la vida del cristiano, “la conversión primera -ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide- es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones”[2]
El Papa Benedicto XVI ha afirmado el miércoles que la conversión personal de cada uno “significa cambiar de dirección en el camino de la vida: pero no para un pequeño ajuste, sino para una verdadera y total inversión de la marcha”, y nos ha invitado a “tomarnos en serio” este tiempo de Cuaresma.
Toda conversión tiene como nervio el encuentro personal con el Señor, así lo contemplamos en el Evangelio. Jesús nos dice ahora al oído las palabras que recoge Mateo: “cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará”.[3] Renovemos pues, nuestro espíritu de oración y percibamos con claridad la conversión personal que el Señor nos pide.
Hemos de actuar como el violinista de nuestra historia ([4]): poner nuestra vida en las manos del Señor para que el nos afine y saque de nuestro corazón las mejores notas. Eso precisa de nuestra correspondencia. Jesús nos indica con claridad la conversión que nos pide en esta Cuaresma a través de la oración, los sacramentos, la dirección espiritual y los medios de formación cristiana. Y nos ayuda con su gracia. Solo falta nuestra correspondencia. San Agustín nos diría en este momento: “ Dios que te creó sin ti no te convertirá sin ti”.
Volver el corazón a Dios, convertirnos, significa estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como Él espera que vivamos, ser sinceros con nosotros mismos, no intentar servir a dos señores ([5]), amar a Dios con toda el alma y alejar de nuestra vida cualquier pecado deliberado. Y eso, en medio de las circunstancias de trabajo, salud, familia, etc., propias de cada cual.
Jesús busca en nosotros un corazón contrito, conocedor de sus faltas y pecados y dispuesto a eliminarlos. El Señor desea un dolor sincero de nuestras faltas, que se manifestará ante todo en la Confesión sacramental, y también en pequeñas obras de mortificación y penitencia hechas por amor: «Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día» [6].
La Cuaresma conmemora los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, como preparación de los años de predicación, que culminan en la Cruz y en la gloria de la Pascua. Cuarenta días de oración y de penitencia. Al terminar, tuvo lugar la escena que la liturgia de hoy ofrece a nuestra consideración, recogiéndola en el Evangelio de la Misa: las tentaciones de Cristo.
»Una escena llena de misterio, que el hombre pretende en vano entender -Dios que se somete a la tentación, que deja hacer al Maligno-, pero que puede ser meditada, pidiendo al Señor que nos haga saber la enseñanza que contiene»[7]
Jesús permitió ser tentado para darnos ejemplo de humildad y para enseñarnos a vencer las tentaciones que sufriremos a lo largo de nuestra vida: «como el Señor todo lo hacía para nuestra enseñanza , quiso también ser conducido al desierto y trabar allí combate con el demonio, a fin de que los bautizados, si después del bautismo sufren mayores tentaciones, no se turben por eso, como si no fuera de esperar» [8]
Nos hallamos ante un acontecimiento que nos afecta profundamente. La tentación de Jesús en el desierto ha constituido para muchos hombres, santos, teólogos, escritores, artistas, un tema fecundo de reflexión y creatividad. ¡Tan profundo es el contenido de este acontecimiento!
La descripción de la tentación de Jesús, que leemos este domingo de Cuaresma, tiene una elocuencia especial. Efectivamente, en este período, incluso más que en cualquier otro, el hombre debe hacerse consciente de que su vida discurre en el mundo entre el bien y el mal. La tentación no es más que dirigir hacia el mal todo aquello de lo que el hombre puede y debe hacer buen uso.
Si hace mal uso de ello, lo hace porque cede a la triple debilidad: la concupiscencia de los ojos, la concupiscencia de la carne y orgullo de la vida. La concupiscencia, en cierto sentido, deforma el bien que el hombre encuentra en sí y alrededor de sí, y falsea su corazón. El bien, desviado de este modo, pierde su sentido salvífico y, en vez de llevar al hombre a Dios, se transforma en instrumento de satisfacción de los sentidos y de vanagloria.
No se trata ahora de someter a un análisis detallado la descripción de la tentación de Cristo, sino de llamar la atención sobre el deber que tiene cada uno de meditarla convenientemente. Es preciso, sobre todo, que en el tiempo de Cuaresma cada uno entre en sí mismo, analice las tentaciones que siente y aprenda de Cristo a superarlas.
El Señor nos muestra, al permitir la acción del diablo, que sufrir la tentación no es malo, siempre que no dialoguemos con ella o la provoquemos. Para combatir la tentación debemos expresar con confianza la petición del padrenuestro: no nos dejes caer en la tentación, concédenos la fuerza de permanecer fuertes en ella. Y ya que el Señor pone en nuestros labios esta plegaria, procuremos repetirla con frecuencia.
Contamos siempre con la gracia de Dios para vencer cualquier tentación. «Pero no olvides, amigo mío, que necesitas de armas para vencer en esta batalla espiritual. Y que tus armas han de ser éstas: oración continua; sinceridad y franqueza con tu director espiritual; la Santísima Eucarístia y el Sacramento de la Penitencia; un generoso espíritu de cristiana mortificación que te llevará a huir de las ocasiones y evitar el ocio; la humildad del corazón, y una tierna y filial devoción a la Santísima Virgen: Consolatrix afflictorum et Refugium peccatorum, consuelo de los afligidos y refugio de los pecadores. Vuélvete siempre a Ella confiadamente y dile: Mater mea, fiducia mea; ¡Madre mía, confianza mía!»[9]
[1] Cfr. CONC. V AT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 109
[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa n. 57
[3] Mateo 6,6
[5] Mateo 6,24
[6] JUAN PABLO II, Carta, Novo incipiente, 8-IV-1979
[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa n. 61
[8] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo 13,1
[9] Salvador Canals, Ascética meditada, p. 128