El día del Señor

Dios nos llama a la felicidad. La plenitud de la dicha se alcanzará en la otra vida. El deseo de felicidad que tenemos en el corazón, y que sabemos es infinito, procede de Dios, y solo Él lo puede saciar.

El Señor en el Tabor concede a sus discípulos una dedada de miel. Esos momentos de gozar de la felicidad que sólo Dios tiene nos hacen pensar en el contenido auténtico de la felicidad en la tierra y de su plenitud en la otra vida.

Con el don concedido en su Transfiguración Jesús fortalece a sus discípulos ante la cercanía de la Cruz, y a nosotros nos hace ver que la esperanza del Cielo debe acompañarnos siempre y que la felicidad en esta tierra está en relación directa con nuestra amistad con Él. “Si quieres se feliz, repetía San Josemaría, se santo, si quieres ser más feliz se más santo ser quieres ser muy feliz se muy santo”.

La conversión, si es auténtica, nos acerca más a Dios, y por ello nos llena de alegría y de paz, de felicidad.

¿Dónde está la felicidad? Para muchos está en el hedonismo, que tiene un código: la permisividad. En el pensamiento actual hay dos notas peculiares: el hedonismo y la permisividad. Ambas están enhebradas por el materialismo, que pone en primer plano de la conducta el dinero, el placer, el bienestar, el nivel de vida, el éxito.

Para muchos las aspiraciones más profundas del hombre van siendo gradualmente materiales, deslizándose hacia una decadencia moral, con precedentes en épocas diversas de la historia.

El hedonismo significa que la ley máxima de comportamiento es el placer por encima de todo, cueste lo que cueste. Es un nuevo dios. Ir alcanzando cotas cada vez más altas de bienestar. Vivir hoy, ahora, pasándolo bien, buscando el placer ávidamente y con refinamiento.

La mayor aspiración en muchos ambientes es divertirse por encima de todo: la vida contemplada como un goce ilimitado. Una cosa es disfrutar de la vida y saborearla siguiendo a Jesucristo de cerca y otra muy distinta es tener como objetivo último este afán y frenesí de diversión y de placer sin restricciones. La primera es sana, la segunda apunta a la muerte de los ideales.

Del hedonismo surge un vector que pide paso con fuerza, el consumismo, la disposición permanente para el deleite, en donde: gastar, comprar, adquirir y tener, es vivido como una nueva experiencia de libertad.

Dos ejemplos de lo que comentamos: el telespectador, con el mando a distancia pasando de un canal a otro, buscando no se sabe exactamente qué; o el comprador que recorre una gran área comercial y llena su carrito hasta arriba incapaz de negarse a todos los estímulos y sugerencias comerciales que se le presentan.

La dimensión esencial de los tiempos litúrgicos de conversión es estar con el Señor. Renovar nuestra oración cotidiana para que llegue a ser un encuentro personal con Jesucristo, abrir la puerta del corazón para que se produzca ese encuentro entrañable.

Así, con su luz y su gracia, acometeremos la conversión que nos pide: encontrarle en el cumplimiento delicado de las obligaciones familiares y profesionales, mejorar en valores concretos, esmerarnos en la caridad. Y también rectificar en puntos concretos para vencer el materialismo que se introduce en nuestras vidas, de ordinario, por la presión del ambiente unida a nuestra debilidad.

El destello de la gloria divina en el Tabor transportó a los Apóstoles a una inmensa felicidad, e hizo exclamar a San Pedro: Señor, ¡qué bueno es permanecer aquí! Hagamos tres tiendas... el Apóstol quiere alargar aquella situación. Pero, como comenta el Evangelista, no sabía lo que decía; porque lo bueno, lo que importa, no es hallarse aquí o allí, sino estar siempre con Jesús, en cualquier parte, y verle detrás de las circunstancias en que nos encontremos.

Si estamos con Él, es igual que nos encontremos en medio de los mayores consuelos del mundo, o en la cama de un hospital entre dolores indecibles. Lo que importa es sólo eso: verle y vivir siempre con Él. Es lo único verdaderamente bueno e importante en esta vida y en la otra. Si permanecemos con Jesús, estaremos muy cerca de los demás y seremos felices, sea cual sea el lugar y la situación en que nos encontremos: deseo verte, Señor, en las circunstancias ordinarias de mi jornada.

Fomentemos con frecuencia, y especialmente en los momentos más difíciles, la esperanza del Cielo: no es falta de generosidad, es lo que el Señor desea.

“Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni ojo vio, no oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman.¿ Os imagináis -nos dice San Josemaría- qué será llegar allí, y encontramos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la pena, hijos míos, vale la pena”

Si tenemos el corazón en el Sagrario más próximo, y recordamos la presencia constante del Señor en nuestra alma en gracia, nos será más fácil acometer la conversión que Jesús nos pide en este tiempo lleno de esperanza.