"El día llamado del Sol se reúnen todos en un mismo lugar, quienes habitan en la ciudad y los que viven en el campo... Y nos reunimos todos en este día, en primer lugar porque, en este día, que es el primero de la semana, Dios creó el mundo (...) y porque es el día en que Jesucristo nuestro Salvador resucitó de entre los muertos" (1). Así se referían los primeros cristianos a este jornada. El sábado judío dio paso al domingo cristiano desde los mismos comienzos de la Iglesia. Desde entonces, cada domingo celebramos la Resurrección de Cristo.
Con la Pascua de Jesús, el sábado, día dedicado al Señor en el Antiguo Testamento dejó paso a la realidad que anunciaba, la fiesta cristiana. El mismo Jesús habla del reino de Dios como de una gran fiesta ofrecida por un rey con ocasión de las bodas de su hijo (2), en quien somos invitados a participar de los bienes mesiánicos (8). Con Cristo surge un culto nuevo y superior, porque tenemos también un nuevo Sacerdote, y se ofrece una nueva Víctima.
Las apariciones del Resucitado se contemplan con detenimiento en el tiempo pascual. San Josemaría aconsejaba meterse a fondo en la vida de Jesús: “procura no considerarte ajeno a esas escenas. Piensa delante de Dios que tú eres uno de los personajes que hay por allí, y reacciona como reaccionarías si de verdad, hace veinte siglos, hubieras estado muy cerca del Señor” (4)
Este consejo cobra particular importancia en la pascua. Jesús habitó entre nosotros hace veinte siglos. El Resucitado que contemplan los discípulos está en el Cielo, y en su Iglesia. En particular, en la Eucaristía. Al rememorar sus apariciones a los discípulos nos conviene considerar este hecho. El Señor que encontramos al asistir a la celebración Eucarística o al visitarle en el Sagrario es el mismo Cristo glorioso que contemplaron con alegría los discípulos.
Nos llena de esperanza considerar que, ahora, sale a nuestro encuentro con la misma actitud con que fue recogiendo cariñosamente a los discípulos, después de la tristeza, huída y abatimiento de unos y otros en los momentos difíciles de la Pasión.
El evangelio, después de narrar la segunda pesca milagrosa recoge la conversación de Jesús con Simón. “Jesucristo interroga a Pedro, por tres veces, como si quisiera darle una repetida posibilidad de reparar la triple negación. Pedro ya ha aprendido, escarmentado en su propia miseria: está hondamente convencido de que sobran aquellos temerarios alardes, consciente de su debilidad. Por eso, pone todo en manos de Cristo. Señor, tú sabes que te amo. Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo
[5].
Y ¿qué responde Cristo? Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas [6] . No las tuyas, no las vuestras: ¡las mías! Porque El ha creado al hombre, El lo ha redimido, El ha comprado cada alma, una a una, al precio -lo repito- de su Sangre.”(7)
Es un diálogo extraordinario, del que debemos hacernos protagonistas. Nos ayudará la consideración precedente. El Señor que nos contempla desde el Sagrario es el mismo que interrogó a Pedro con cariño y que se dirige ahora a nosotros. Nos da la luz de la fe, para que podamos verle con los ojos del alma y la gracia para que, al corresponder con un acto de amor, como hizo Pedro, expresemos también nuestra contrición, no dilatando la confesión de nuestras faltas.
Como a Pedro nos dirá: Apacienta a mis ovejas”. ¿Me amas? ¡Bien! ¡Sígueme, en el lugar que estás! ¡Busca la plenitud de vida cristiana, la santidad, a la que estás llamado desde el bautismo! ¡Preocúpate de los demás! ¡Siente como tuyos los problemas de mi Iglesia!
Nada de lo que concierne a los demás nos debe resultar indiferente, porque los demás son hijos de Dios. Son mi mujer, mi marido, mis hijos, mis familiares, mis buenos amigos..., por cada uno de ellos Jesucristo derramó su sangre. Cada uno de nosotros ha de sentir la responsabilidad de sostenerse y sostener a los que tiene a su alrededor. Tenemos obligación grave de no privar a quienes están cerca de la ayuda de nuestra oración, del buen ejemplo, del servicio desinteresado. Todos deberíamos hacer nuestro aquel grito del Apóstol. "¿Quién enferma, que yo no enferme con él?" (8).
(1) SAN JUSTINO, Apología 1ª 6
(2) Cfr. Mt 22, 2-13
(3) Apoc 1, 10
(4) San Josemaría Escriva, tertulia, 5.04.71
(5) Jn XXI, 15-17.
(6) Jn XXI, 15-17.
(7) San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 267
(8) 2 Co 11,29